"Así, el sencillo funcionamiento de aquel organismo social que era el clan de los Verdurin, proporcionaba a Swann citas diarias con Odette, y gracias a él podía fingir que le era indiferente el verla, o que no quería verla, sin que esto le expusiera a grave riesgo, porque aunque le escribiera durante el día, siempre estaba seguro de verla por la noche en casa de los Verdurin y acompañarla a casa. Pero un día en que pensó sin gusto en aquel inevitable retorno con ella, llevó hasta el bosque de Boulogne a su obrerita para retrasar el momento de ir a casa de los Verdurin, y llegó allí tan tarde que Odette, creyendo que aquella noche ya no iría Swann, se había marchado. Cuando vio que no estaba en el salón, Swann sintió un dolor en el corazón; temblaba al verse privado de un placer cuya magnitud medía ahora por vez primera porque hasta entonces había estado seguro de tenerle cuando quisiera, cosa ésta que no nos deja apreciar nunca lo que vale un placer.
-¿Has visto la cara que puso cuando vio que Odette no estaba? -dijo Verdurin a su mujer-. Me parece que está cogido.
-¿La cara que ha puesto? -preguntó bruscamente el doctor Cottard, que no sabía de quién estaban hablando, porque había salido un momento para ver a un enfermo, y que ahora volvía a recoger a su mujer.
-¿Cómo, no se ha encontrado usted en la puerta a un Swann magnífico?
-No. ¿Ha venido el señor Swann?
-Sí, pero un momento nada más; un Swann muy agitado y muy nervioso. Es que ya se había marchado Odette, ¿sabe usted?
-Quiere usted decir que están a partir un piñón y que ella le ha enseñado lo que es la hora del pastor, ¿eh? -dijo el doctor probando prudentemente el sentido de esas locuciones.
-No; yo creo que no hay nada entre ellos, y me parece que Odette hace mal y se está portando como lo que es, como un alma de cántaro.
-¡Bah, bah, bah! -dijo el señor Verdurin, ¡qué sabes tú si hay o no hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
-Es que me lo habría dicho Odette -replicó orgullosamente la señora de Verdurin-. Me cuenta todas sus historias. Como en este momento no tiene a nadie, yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no puede, que Swann le gusta, pero que está muy corto con ella y eso la azora a ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le conviene.
-Yo no soy enteramente de tu misma opinión; no me acaba de gustar ese caballero: me parece que le gusta darse tono.
La señora de Verdurin se quedó muy quieta y adoptó una expresión inerte, como si se hubiera cambiado en estatua, ficción con la que dio a entender que no había oído aquella frase insoportable de darse tono, frase que parecía implicar que era posible darse tono con ellos, es decir, que había alguien que era más que ellos.
-Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine que ella es una virtud -dijo irónicamente el señor Verdurin-. Después de todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que estar un poco tonto.
-Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette -dijo la señora, echándoselas de niña-. Es simpatiquísima.
-Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo -dijo al pintor-, ¿qué le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.
En el descansillo de la escalera alcanzó a Swann el maestresala, que no estaba en casa cuando llegó Swann, y al que Odette diera encargo, pero ya hacía lo menos una hora de decir a Swann que ella iría probablemente a casa de Prévost a tomar chocolate antes de recogerse. Swann marchó en seguida a casa de Prévost, pero a cada paso su coche tenía que pararse para dejar paso a otros carruajes o a los transeúntes, obstáculos odiosos que Swann no habría respetado a no ser porque luego, si los atropellaba, el guardia le entretendría más tomando el número. Contaba el tiempo que tardaba, añadiendo unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de que no los hacía muy cortos, cosa que le habría podido inspirar la ilusión de que sus probabilidades para llegar a tiempo y encontrar a Odette eran mayores que la que realmente tenía. Y hubo un momento en que Swann, de pronto, lo mismo que un enfermo con fiebre que acaba de dormir y se da cuenta de las absurdas pesadillas que rumiaba sin separarlas claramente de su persona, vio en su interior los extraños pensamientos que le dominaban desde que le habían dicho en casa de los Verdurin que Odette ya se había marchado, y sintió lo nuevo de aquel dolor en el corazón, que sufría ya hacía rato, pero que tan sólo percibió ahora como si acabara de desesperarse. ¿Y qué?, no era toda aquella agitación porque no iba a ver a Odette hasta el otro día, lo que él había deseado hace una hora, cuando se encaminaba ya tan tarde a casa de los Verdurin. Y no tuvo más remedio que confesarse que en ese mismo coche que lo llevaba a Prévost ya no iba la misma persona, ya no estaba solo, tenía al lado, pegado, amalgamado a él, a un ser nuevo, que no podría quitarse de encima nunca, y al que tendría que tratar con los mimos que a un amo o a un enfermo. Y, sin embargo, desde aquel instante en que sintió que una nueva persona se había superpuesto a él, su vida le pareció más atractiva. Y ya casi no se decía que aquel posible encuentro en casa de Prévost (cuya esperanza aniquilaba hasta tal punto todos los momentos que la precedían, que no quedaba idea ni recuerdo donde Swann pudiera ir a descansar su espíritu), caso de ocurrir, sería, muy probablemente, como cualquiera de los demás, es decir, poca cosa.
Como todas las noches, en cuanto estuviera con Odette lanzaría una mirada furtiva sobre su móvil rostro, mirada que huiría en seguida por miedo a que Odette leyera en ella la insinuación de un deseo y no creyera ya en su desinterés, y en seguida dejaría de pensar en Odette, todo preocupado en buscar pretextos para que no se marchara tan pronto y en asegurarse sin aparentar mucho interés de que al otro día podría verla en casa de los Verdurin, es decir, preocupado en prolongar por un instante y en renovar por un día más la decepción y la tortura que le traía la vana presencia de esa mujer a quien se acercaba tanto sin atreverse a abrazarla.
No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restaurantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos cuantos, mandó a visitar otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Rizzo); no encontró Swann nada, y fue a esperar a su cochero en el lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento que iba a llegar, ya como aquel en que su cochero le diría: Aquí está la señora, o ya, como otro en que oiría decir a Rémi : No he encontrado a esa señora en ningún café.. Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y doble a la vez, precedido, ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla visto.
Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann éste no le preguntó. ¿Has encontrado a esa señora?, sino que le dijo: No se te olvide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece que ya queda poca.. Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette en algún café donde estaba esperándolo, el fin de la noche nefasta quedaba ya borrado porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que, por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a buen recaudo que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos, de esas gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un segundo en la posición en que estaban antes del acontecimiento, como para encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el cochero lo hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él habría contestado:
-¡Ah!, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extraña-, para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquietud y sonreír a la felicidad.
Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte, y añadió a modo de consejo y, en su calidad de criado antiguo:
-Lo mejor es que el señor se vaya a casa.
Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía, decayó ahora al ver cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.
-No, no es posible -exclamó-, tenemos que encontrar a esa señora, no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría ofenderse.
-No sé cómo se va a dar por ofendida -respondió Rémi, porque ella es la que se ha marchado sin esperar al señor, diciendo que iba a casa de Prévost, y luego no ha ido.
Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bulevar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas discernibles. De cuando en cuando, una sombra
femenina se acercaba a Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a casa, Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía, se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realza cuando al echarlo de menos en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no ocultaba su agitación, ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como si así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría a acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del Café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que lo esperaba en la esquina del bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. Él había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche, le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette, sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento, y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pañuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; también por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el corpiño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas. Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.
-No es nada dijo él-, no se asuste.
Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla; luego dijo:
-No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un poco más.
Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos rodeos con ella, le dijo:
-Sí, sí, hágalo.
Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:
-Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted...? Mire, aquí hay un poco de..., creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me
permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más... ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.
Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo: ¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta! Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras botticelescas, se asomaban al borde de los párpados, como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.
Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía:
-¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?
Y si no llevaba:
-¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas..
De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora hacer catleya, convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física, en la cual posesión, por cierto, no se posee nada, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significaba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las mujeres, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y entonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal: un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer como siempre trascendía del nombre especial que le dio totalmente particular y nuevo".
-¿La cara que ha puesto? -preguntó bruscamente el doctor Cottard, que no sabía de quién estaban hablando, porque había salido un momento para ver a un enfermo, y que ahora volvía a recoger a su mujer.
-¿Cómo, no se ha encontrado usted en la puerta a un Swann magnífico?
-No. ¿Ha venido el señor Swann?
-Sí, pero un momento nada más; un Swann muy agitado y muy nervioso. Es que ya se había marchado Odette, ¿sabe usted?
-Quiere usted decir que están a partir un piñón y que ella le ha enseñado lo que es la hora del pastor, ¿eh? -dijo el doctor probando prudentemente el sentido de esas locuciones.
-No; yo creo que no hay nada entre ellos, y me parece que Odette hace mal y se está portando como lo que es, como un alma de cántaro.
-¡Bah, bah, bah! -dijo el señor Verdurin, ¡qué sabes tú si hay o no hay!; nosotros no hemos estado allí mirando si había o no.
-Es que me lo habría dicho Odette -replicó orgullosamente la señora de Verdurin-. Me cuenta todas sus historias. Como en este momento no tiene a nadie, yo le he aconsejado que duerman juntos. Pero dice que no puede, que Swann le gusta, pero que está muy corto con ella y eso la azora a ella también; además, dice que ella no lo quiere de esa manera, que es un ser ideal, que tiene miedo a desflorar su cariño por Swann, en fin, yo no sé cuántas cosas. Y yo creo, a pesar de todo, que es lo que le conviene.
-Yo no soy enteramente de tu misma opinión; no me acaba de gustar ese caballero: me parece que le gusta darse tono.
La señora de Verdurin se quedó muy quieta y adoptó una expresión inerte, como si se hubiera cambiado en estatua, ficción con la que dio a entender que no había oído aquella frase insoportable de darse tono, frase que parecía implicar que era posible darse tono con ellos, es decir, que había alguien que era más que ellos.
-Pues si no hay nada, no creo que sea porque ese señor se imagine que ella es una virtud -dijo irónicamente el señor Verdurin-. Después de todo, ¡quién sabe! Parece que la considera inteligente. No sé si oíste la otra noche todo lo que le estaba soltando a propósito de la sonata de Vinteuil; yo quiero a Odette con toda el alma; pero, vamos, para explicarle teorías de estética, hay que estar un poco tonto.
-Bueno, bueno; que no se hable mal de Odette -dijo la señora, echándoselas de niña-. Es simpatiquísima.
-Pero si eso no tiene que ver para que sea simpatiquísima; no estamos hablando mal de ella: decimos que no es ninguna virtud ni ningún talento, y nada más. En el fondo -dijo al pintor-, ¿qué le importa a uno que sea o no una virtud? Quizá así no sería tan simpática.
En el descansillo de la escalera alcanzó a Swann el maestresala, que no estaba en casa cuando llegó Swann, y al que Odette diera encargo, pero ya hacía lo menos una hora de decir a Swann que ella iría probablemente a casa de Prévost a tomar chocolate antes de recogerse. Swann marchó en seguida a casa de Prévost, pero a cada paso su coche tenía que pararse para dejar paso a otros carruajes o a los transeúntes, obstáculos odiosos que Swann no habría respetado a no ser porque luego, si los atropellaba, el guardia le entretendría más tomando el número. Contaba el tiempo que tardaba, añadiendo unos cuantos segundos a cada minuto para estar seguro de que no los hacía muy cortos, cosa que le habría podido inspirar la ilusión de que sus probabilidades para llegar a tiempo y encontrar a Odette eran mayores que la que realmente tenía. Y hubo un momento en que Swann, de pronto, lo mismo que un enfermo con fiebre que acaba de dormir y se da cuenta de las absurdas pesadillas que rumiaba sin separarlas claramente de su persona, vio en su interior los extraños pensamientos que le dominaban desde que le habían dicho en casa de los Verdurin que Odette ya se había marchado, y sintió lo nuevo de aquel dolor en el corazón, que sufría ya hacía rato, pero que tan sólo percibió ahora como si acabara de desesperarse. ¿Y qué?, no era toda aquella agitación porque no iba a ver a Odette hasta el otro día, lo que él había deseado hace una hora, cuando se encaminaba ya tan tarde a casa de los Verdurin. Y no tuvo más remedio que confesarse que en ese mismo coche que lo llevaba a Prévost ya no iba la misma persona, ya no estaba solo, tenía al lado, pegado, amalgamado a él, a un ser nuevo, que no podría quitarse de encima nunca, y al que tendría que tratar con los mimos que a un amo o a un enfermo. Y, sin embargo, desde aquel instante en que sintió que una nueva persona se había superpuesto a él, su vida le pareció más atractiva. Y ya casi no se decía que aquel posible encuentro en casa de Prévost (cuya esperanza aniquilaba hasta tal punto todos los momentos que la precedían, que no quedaba idea ni recuerdo donde Swann pudiera ir a descansar su espíritu), caso de ocurrir, sería, muy probablemente, como cualquiera de los demás, es decir, poca cosa.
Como todas las noches, en cuanto estuviera con Odette lanzaría una mirada furtiva sobre su móvil rostro, mirada que huiría en seguida por miedo a que Odette leyera en ella la insinuación de un deseo y no creyera ya en su desinterés, y en seguida dejaría de pensar en Odette, todo preocupado en buscar pretextos para que no se marchara tan pronto y en asegurarse sin aparentar mucho interés de que al otro día podría verla en casa de los Verdurin, es decir, preocupado en prolongar por un instante y en renovar por un día más la decepción y la tortura que le traía la vana presencia de esa mujer a quien se acercaba tanto sin atreverse a abrazarla.
No estaba en casa de Prévost; Swann quiso buscar en los demás restaurantes de los bulevares. Y para ganar tiempo, mientras él recorría unos cuantos, mandó a visitar otros a su cochero Rémi (el dux Loredano de Rizzo); no encontró Swann nada, y fue a esperar a su cochero en el lugar que le había indicado. El coche no volvía y Swann se representaba el momento que iba a llegar, ya como aquel en que su cochero le diría: Aquí está la señora, o ya, como otro en que oiría decir a Rémi : No he encontrado a esa señora en ningún café.. Y así, veía delante de él el final de su noche, uno y doble a la vez, precedido, ya por el encuentro de Odette, ya por la obligada renuncia a encontrarla y la conformidad con volverse a casa sin haberla visto.
Volvió el cochero, pero en el momento de parar delante de Swann éste no le preguntó. ¿Has encontrado a esa señora?, sino que le dijo: No se te olvide recordarme mañana que tengo que encargar leña, porque me parece que ya queda poca.. Acaso se decía que si Rémi había encontrado a Odette en algún café donde estaba esperándolo, el fin de la noche nefasta quedaba ya borrado porque empezaba la realización del fin de la noche feliz, y que, por consiguiente, no tenía prisa por llegar a una felicidad capturada ya y a buen recaudo que no se había de escapar. Pero también lo hizo por fuerza de inercia; su alma tenía esa falta de agilidad que se da en muchos cuerpos, de esas gentes que para evitar un golpe, para quitarse una llama de encima o para hacer un movimiento urgente necesitan tomarse tiempo y quedarse un segundo en la posición en que estaban antes del acontecimiento, como para encontrar un punto de apoyo y poder tomar impulso. E indudablemente si el cochero lo hubiera interrumpido diciéndole que la señora estaba allí, él habría contestado:
-¡Ah!, sí, el encargo ese que te había dado; pues me extraña-, para seguir luego hablando de la leña, porque de ese modo ocultaba la emoción que sentía y se daba a sí mismo tiempo para romper con la inquietud y sonreír a la felicidad.
Pero el cochero le dijo que no la había encontrado en ninguna parte, y añadió a modo de consejo y, en su calidad de criado antiguo:
-Lo mejor es que el señor se vaya a casa.
Pero la indiferencia que Swann fingía fácilmente cuando Rémi no podía alterar en nada el tenor de la respuesta que le traía, decayó ahora al ver cómo intentaba hacerle renunciar a su esperanza y a su rebusca.
-No, no es posible -exclamó-, tenemos que encontrar a esa señora, no hay más remedio. Hay un asunto que lo requiere, y si no, podría ofenderse.
-No sé cómo se va a dar por ofendida -respondió Rémi, porque ella es la que se ha marchado sin esperar al señor, diciendo que iba a casa de Prévost, y luego no ha ido.
Ya empezaban a apagar en todas partes. Por debajo de los árboles del bulevar, en una misteriosa oscuridad, erraban los pocos transeúntes, apenas discernibles. De cuando en cuando, una sombra
femenina se acercaba a Swann, le decía unas palabras al oído, y le pedía que la acompañara a casa, Swann se estremecía. Iba rozando al pasar todos aquellos cuerpos oscuros como si por el reino de las sombras, entre mortuorias fantasmas, fuera buscando a Eurídice.
De todas las maneras de producirse el amor, y de todos los agentes de diseminación de ese mal sagrado, uno de los más eficaces es ese gran torbellino de agitación que nos arrastra en ciertas ocasiones. La suerte está echada, y el ser que por entonces goza de nuestra simpatía, se convertirá en el ser amado. Ni siquiera es menester que nos guste tanto o más que otros. Lo que se necesitaba es que nuestra inclinación hacia él se transformara en exclusiva. Y esa condición se realza cuando al echarlo de menos en nosotros sentimos, no ya el deseo de buscar los placeres que su trato nos proporciona, sino la necesidad ansiosa que tiene por objeto el ser mismo, una necesidad absurda que por las leyes de este mundo es imposible de satisfacer y difícil de curar: la necesidad insensata y dolorosa de poseer a esa persona.
Swann llegó hasta los últimos restaurantes; no había tenido calma más que para afrontar la hipótesis de la felicidad; pero ahora ya no ocultaba su agitación, ni el valor que concedía al encuentro de Odette, y ofreció a su cochero una recompensa si la encontraba, como si así, inspirándole el deseo de dar con ella, que vendría a acumularse al suyo propio, fuera posible que Odette, aunque se hubiera recogido ya, siguiera estando en un café del bulevar. Fue hasta la Maison Dorée, entró dos veces en Tortoni, y salía, sin haberla encontrado, del Café Inglés, con aire huraño y a grandes zancadas en busca del coche que lo esperaba en la esquina del bulevar de los Italianos, cuando de repente tropezó con una persona que venía en dirección contraria a la suya: Odette; más tarde le explicó ella que, no habiendo encontrado sitio en Prévost, se fue a cenar a la Maison Dorée, en un rincón donde Swann no supo encontrarla, y ahora se dirigía a tomar su coche.
Tan inesperado fue para Odette el encuentro con Swann, que se asustó. Él había estado corriendo medio París, más que porque creyera posible encontrarla, porque le parecía durísimo tener que renunciar. Y por eso aquella alegría que su razón estimaba irrealizable por aquella noche, le pareció aún mucho mayor; porque no había colaborado en ella con la previsión de creerla verosímil, porque era ajena a él; y porque no se sacaba él del espíritu para dársela a Odette, sino que emanaba de ella misma, ella misma la proyectaba hacia él aquella verdad tan radiante que disipaba como un sueño el temido aislamiento, y en la que se apoyaba y descansaba, sin pensar, su sueño de felicidad. Lo mismo un viajero que llega un día de buen tiempo a orillas del Mediterráneo, se olvida de que existen los países que acaba de atravesar, y más que mirar al mar, deja que le cieguen la vista los rayos que hacia él lanza el azul luminoso y resistente de las aguas.
Subió con Odette en el coche de ella y mandó a su cochero que fuera detrás.
Odette tenía en la mano un ramo de catleyas, y Swann vio, debajo del pañuelo de encaje que le cubría la cabeza, que llevaba en el pelo flores de la misma variedad de orquídea, atadas al airón de plumas de cisne. Tocada de mantilla, llevaba un traje de terciopelo negro, que se recogía oblicuamente en la parte inferior para dejar asomar un trozo de falda de faya blanca; también por debajo del terciopelo asomaba otro paño de faya blanca en el corpiño, donde se abría el escote, en el cual se hundían otras cuantas catleyas. Apenas se había repuesto del susto que tuvo al toparse con Swann, cuando el caballo se encontró con un obstáculo y dio una huida. Llevaron una gran sacudida, y Odette lanzó un grito y se quedó sin aliento, toda palpitante.
-No es nada dijo él-, no se asuste.
Y la cogió por el hombro, apoyándola contra su cuerpo para sostenerla; luego dijo:
-No hable usted, no se canse más, contésteme por señas. ¿Me permite usted que le vuelva a poner bien las flores esas del escote que casi se caen con la sacudida? Tengo miedo de que las pierda usted, voy a meterlas un poco más.
Odette, que no estaba acostumbrada a que los hombres usaran tantos rodeos con ella, le dijo:
-Sí, sí, hágalo.
Pero Swann, azorado por la contestación y quizá también porque había hecho creer a Odette que el pretexto de las flores era sincero, y acaso porque él también empezaba a creer que lo había sido, exclamó:
-Pero no hable, va usted a cansarse, contésteme por señas que yo la entiendo. ¿De veras me deja usted...? Mire, aquí hay un poco de..., creo que es polen que se ha desprendido de las flores; si me
permite se lo voy a quitar con la mano. ¿No le hago daño? ¡No! Quizá cosquillas, ¿eh? Pero es que no quiero tocar el terciopelo para no chafarle. ¿Ve usted?, no había más remedio que sujetarlas, si no se caen; las voy a hundir un poco más... ¿De veras que no la molesto? ¿Me deja usted que las huela, a ver si no tienen perfume? Nunca he olido estas flores ¿Me deja?, dígamelo de veras.
Ella, sonriente, se encogió de hombres como diciendo: ¡Qué tonto es usted, pues no ve que me gusta! Swann alzó la otra mano, acariciando la mejilla de Odette; ella lo miró fijamente, con ese mirar desfalleciente y grave de las mujeres del maestro florentino que, según Swann, se le parecían los ojos rasgados, finos, brillantes, como los de las figuras botticelescas, se asomaban al borde de los párpados, como dos lágrimas que se iban a desprender. Doblaba el cuello como las mujeres de Sandro lo doblan, tanto en sus cuadros paganos como en los profanos. Y con ademán que, sin duda, era habitual en ella, y que se cuidaba mucho de no olvidar en aquellos momentos porque sabía que le sentaba bien, parecía como que necesitaba un gran esfuerzo para retener su rostro, igual que si una fuerza invisible lo atrajera hacia Swann. Y Swann fue el que lo retuvo un momento con las dos manos, a cierta distancia de su cara, antes de que cayera en sus labios. Y es que quiso dejar a su pensamiento tiempo para que acudiera, para que reconociera el ensueño que tanto tiempo acarició, para que asistiera a su realización, lo mismo que se llama a un pariente que quiere mucho a un hijo nuestro para que presencie sus triunfos. Quizá Swann posaba en aquel rostro de Odette, aun no poseído ni siquiera besado, y que veía por última vez esa mirada de los días de marcha con que queremos llevarnos un paisaje que nunca se volverá a ver.
Pero era tan tímido con ella, que aunque aquella noche se le entregó, como la cosa había empezado por arreglar las catleyas, ya fuera por temor a ofenderla, ya por miedo a que pareciera que mintió la primera vez, ya porque le faltara audacia para pedir algo más que poner bien las flores (cosa que podía repetir, porque no ofendió a Odette aquella primera noche), ello es que los demás días siguió usando el mismo pretexto. Si llevaba catleyas prendidas en el pecho, decía:
-¡Qué lástima! Esta noche las catleyas están bien, no hay que tocarlas, no están caídas como la otra noche; aquí veo una que no está muy bien, sin embargo. ¿Me deja usted que vea a ver si huelen más que las del otro día?
Y si no llevaba:
-¡Ah! Esta noche no hay catleyas: no puedo dedicarme a mis mañas..
De modo que durante algún tiempo no se alteró aquel orden de la primera noche, cuando comenzó con roces de dedos y labios en el pecho de Odette, y así empezaban siempre a acariciarse; y más tarde, cuando aquella convención (o simulacro ritual de convención) de las catleyas cayó en desuso, sin embargo, la metáfora hacer catleya, convertida en sencilla frase, que empleaban inconscientemente para significar la posesión física, en la cual posesión, por cierto, no se posee nada, sobrevivió en su lenguaje, como en conmemoración de aquella costumbre perdida. Y acaso esa manera especial de decir una cosa no significaba lo mismo que sus sinónimos. Por muy cansado que se esté de las mujeres, aunque se considere la posesión de distintas mujeres como la misma cosa, ya sabida de antemano, cuando se trata de conquistas difíciles o que nosotros consideramos como tales, se convierte en un placer nuevo, y entonces nos creemos obligados a figurarnos que esa posesión nació de un episodio imprevisto de nuestras relaciones con ella, como fue el episodio de las catleyas para Swann. Aquella noche esperaba temblando (y se decía que si lograba engañar a Odette, ella nunca lo adivinaría) que de entre los largos pétalos color malva de las flores saldría la posesión de aquella mujer; y el placer que sentía, y que, según pensaba él, toleraba Odette, porque no sabía de lo que se trataba, le pareció cabalmente por eso algo como el que debió sentir el primer hombre al saborearlo entre las flores del Paraíso Terrenal: un placer que antes no existía, un placer que él iba creando, un placer como siempre trascendía del nombre especial que le dio totalmente particular y nuevo".
Marcel Proust, En busca del tiempo perdido (Por el camino de Swann: Un amor de Swann, 1913)
Añado la Sonata de Vinteuil, mencionada frecuentemente por el autor en la obra:
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