miércoles, 2 de junio de 2010

Nabokov

Aquella misma mañana, o un par de días más tarde, en la terraza, Mlle. Larivière decía:
—Anda, ve a jugar con él —y empujaba a Ada (cuyas caderas infantiles sufrieron una sacudida que estuvo a punto de desarticularlas)—. ¿Cómo puedes dejar que tu primo se aburra en una mañana tan bella? Cógele de la mano y ve a enseñarle tu alameda favorita, con la dama blanca, la montaña y la encina grande.
Ada se encogió de hombros y se acercó a Van. El contacto de sus dedos helados y su palma húmeda, y el modo ligeramente forzado con que se echaba la melena hacia atrás mientras descendían juntos la avenida principal del parque, hicieron que Van tampoco se sintiese demasiado cómodo y que, con el pretexto de recoger una pina, liberase su mano. Luego, no sabiendo qué hacer de la pina, la tiró contra una mujer de mármol inclinada sobre un stamnos, sin conseguir otra cosa que asustar a un pájaro que se había posado en el borde del cántaro roto.
—No hay nada más grosero en el mundo —dijo Ada —que tirar piedras a un piñonero.
—Lo siento —dijo Van—. No pretendía asustarlo. Es que no soy uno de esos muchachos del campo que saben distinguir una piña de una piedra. ¿A qué espera ella que juguemos?
—Lo ignoro. Verdaderamente, me preocupo poco de cómo trabaja su débil mente. Supongo que al
escondite o a trepar a los árboles.
—Ah, eso sí lo sé hacer —dijo Van—. A decir verdad, hasta soy braquipodista. ¿Quieres ver...?
—No. Vamos a jugar a mis juegos, los que yo he inventado y que espero que la pobre Lucette pueda jugar conmigo el año que viene. Ven, vamos a empezar. La primera serie pertenece al grupo sombra-y-luz. Hoy te enseñaré dos.
—Ya entiendo —dijo Van.
—En seguida lo verás —replicó la presumidilla—. Ante todo hay que encontrar un buen bastoncito.
—Mira —dijo Van, todavía un poco escocido—. Ahí viene otro piñonero.
Por entonces habían llegado al rond-point, un no muy amplio espacio de arena rodeado de macizos de flores con arbustos de jazmines en flor. En las alturas, los brazos de un tilo se extendían hacia los de un roble, como una bella trapecista adornada de lentejuelas verdes que se lanzase al espacio al encuentro de su robusto padre, suspendido por los pies de un trapecio. Incluso entonces comprendíamos los dos esas cosas divinas. Sí, ya entonces...
—Hay algo bastante acrobático en esas ramas de ahí arriba, ¿verdad? —dijo Van, indicándolas con el dedo.
—Sí —contestó Ada—, hace tiempo que lo descubrí. El tilo es la sílfide italiana, y el viejo gigante es el que sufre, el viejo amante celoso. Pero, sin embargo, siempre la coge. (Es imposible reproducir a la vez la entonación exacta y el sentido completo de sus palabras —¡al cabo de ochenta años!—, pero mientras nuestras miradas se elevaban hacia el ramaje y volvían a descender a la tierra, ella dijo aquellas palabras extravagantes, enteramente desproporcionadas con la sencillez de su edad.)
Con los ojos bajos y blandiendo un palo de color verde, muy puntiagudo, que había sacado de un
macizo de peonías, Ada explicó a su compañero las reglas del primer juego. La sombra de las hojas sobre la arena quedaba diversamente entrecortada por pequeños círculos de luz intensa. Cada jugador debía elegir su circulito —el mejor hecho, el más brillante que pudiera encontrar—
y marcar con trazo firme, con la punta de su varita, el contorno. Entonces, la mancha luminosa adquiría un aspecto de relieve, y parecía convexa, como la superficie de un vaso lleno hasta el borde de algún tinte dorado. A continuación, el jugador vaciaba delicadamente la arena en el interior del círculo de luz, valiéndose del bastón, o de sus dedos; el nivel de la mancha límpida, luminosa infusión de tila, disminuía como por arte de magia en su copa de arena hasta que no quedaba en su fondo más que una sola gota preciosa. Ganaba el jugador que había logrado hacer el mayor número de copas, en, digamos, veinte minutos. Van preguntó, con cierta desconfianza, si aquello era todo. No, no era todo. Ada trazó un circulito bien delimitado alrededor de una mancha de oro de las más bellas, y, mientras trabajaba, desplazándose en cuclillas, sus cabellos negros barrían sus móviles rodillas, pulidas como marfil, y sus manos y sus caderas se afanaban diligentes (con una mano sostenía la varita, con la otra apartaba de su cara los largos mechones inoportunos). De pronto una ligera brisa inoportuna eclipsó la mancha de oro.
Aquel accidente hacía perder un punto al jugador, aun cuando la hoja o la nube se apresuraran a abrir de nuevo el paso al rayo de sol que había sido interceptado. Comprendido. ¿Y el otro juego?. El otro juego (esto, dicho con una voz lánguida) podía parecer un poco complicado. Para jugarlo correctamente había que esperar a que la tarde alargase las sombras. El jugador...
—Deja ya de decir «el jugador»... Es «tú», o «yo».
—Digamos tú. Tú dibujas el contorno de mi sombra, detrás de mí, en la arena. Yo me muevo. Tú dibujas la nueva sombra. Y luego la siguiente (le dio la varita). Y ahora, si yo retrocedo...
—Mira —dijo Van, tirando el palo—, si quieres saber mi opinión, creo que esos son los juegos más
aburridos y tontos que nadie ha inventado, en cualquier parte y a cualquier hora, por la mañana o por la tarde.
Ella no contestó, pero las ventanas de su nariz se encogieron. Recogió el palo y lo clavó, furiosa, en el lugar de donde lo había recogido, junto a una flor inclinada, a cuyo tallo lo ató con un silencioso movimiento de cabeza. Tomó el camino de regreso a la casa y Van se preguntó si andaría con más gracia cuando fuera mayor.
—Soy un bruto, un grosero Perdóname —dijo.
Ella inclinó la cabeza, sin volverse a mirarle. En prenda de parcial reconciliación, le mostró dos robustos ganchos colgados de anillas de hierro en los troncos de dos tuliperos. Antes de que ella naciese, otro adolescente, que también se llamaba Van y que era hermano de su madre, tenía la costumbre de colgar de ellos una hamaca en el rigor del verano, cuando el calor de las noches se hacía realmente insoportable, y dormía allí —al fin y al cabo, aquélla era la misma latitud de Sicilia.
—Espléndida idea —dijo Van—, Por cierto, ¿queman las luciérnagas si le tocan a uno con su luz? Es sólo una pregunta; una pregunta tonta, propia de un chico de ciudad.
Ada le enseñó el lugar donde se guardaba la hamaca (es decir, las hamacas, pues había un buen
surtido, un saco de lona lleno de redes flexibles pero fuertes): estaba en el rincón del cuarto de
herramientas del sótano, detrás de las lilas, y la llave se escondía en ese agujero, que el año pasado quedó obstruido por el nido de un pájaro... no importa cuál fuera su nombre. Una saeta de luz solar hacía más verde el verde de una caja alargada en la que se guardaba un juego de croquet; pero las pelotas se habían perdido colina abajo, con la complicidad de unos niños insoportables, los pequeños Erminin, que eran de la edad de Van, y que ahora, al crecer, se habían hecho más simpáticos y más tranquilos.
—Como todos lo somos a esta edad —dijo Van, y se detuvo para recoger una peina de carey, como las que suelen usar las chicas para recogerse el cabello sobre la nuca; él había visto una exactamente igual muy recientemente, pero ¿cuándo?, ¿en qué cabellera?
—En una de las doncellas —dijo Ada—. Y también debe ser de ella esta novelucha zarrapastrosa, Les amours du Docteur Mertvago, una historia mística contada por un obispo.
—Jugar contigo al croquet —dijo Van —sería un poco como servirse de flamencos y erizos.
—Nuestras lecturas no coinciden —replicó Ada—. Ese Palace in Wonderland es la clase de libro que todo el mundo me ha profetizado muchas veces que me encantaría, y eso ha desarrollado en mí un prejuicio insuperable en contra. ¿Has leído ya alguna de las historias de la Larivière? Bueno, ya las leerás. Ella cree que, en alguna forma de existencia anterior, más o menos hindú, ha sido una persona muy frecuentadora de los bulevares de París... y escribe de acuerdo con esa creencia. Desde aquí, dando algunas vueltas y revueltas, podríamos pasar al gran vestíbulo por un pasadizo secreto, pero creo que se supone que hemos de ir a ver la encina grande, que, en realidad, es un olmo.
¿Le gustaban a él los olmos? ¿Conocía el poema de Joyce sobre las dos lavanderas? Sí, desde luego. ¿Le gustaba? Sí, le gustaba. En realidad, lo que estaba empezando a gustarle eran los árboles, los ardores, las Adas. ¿Debía hacer esa observación?
—Y ahora... —dijo Ada. Y se detuvo, mirándole a los ojos.
—Sí —dijo él—. ¿Y ahora...?
—Bueno, quizá no debería tomarme el trabajo de procurarte diversiones, después de haber pisoteado mis círculos. Pero voy a ablandarme y a enseñarte la verdadera maravilla de Ardis Manor: mi larvario. Está en la habitación contigua a la mía.
Tan pronto como hubieron entrado en el santuario, Ada cerró cuidadosamente la puerta de comunicación. El larvario parecía una especie de conejera embellecida y se encontraba al final de una antecámara con pavimento de mármol (al parecer, un cuarto de baño transformado). A pesar de que la pieza estaba bien ventilada (sus ventanas de vidrieras heráldicas estaban abiertas de par en par y dejaban penetrar los gritos agriados y las imprecaciones de toda una población de pájaros subalimentados y superfrustrados), el olor de las conejeras —tierra húmeda, raíces colmadas de savia, tufo de invernadero viejo y quizás hasta algo de chivo— no dejaba de ser espantoso. Antes de permitir a Van que se acercase, Ada manipuló toda clase de pequeños picaportes y alambradas, y la pequeña llama voluptuosa que consumía a Van desde el comienzo de los juegos inocentes de aquel día fue reemplazada por un sentimiento de depresión y de profundo vacío.
—Estoy loca por todo lo que repta —dijo Ada.
Y Van:
—Personalmente, yo prefiero esas que se enrollan y se hacen una bola cuando se las toca..., esas que se ponen a dormir como los perros.
—Oh, no se ponen a dormir, ¡vaya una idea! ¡Se desmayan! Es como un pequeño síncope —explicó Ada frunciendo el entrecejo—. E imagino que las más jóvenes deben sufrir un verdadero shock.
—Sí, a mí tampoco me cuesta trabajo imaginármelo. Pero supongo que, a la larga, uno se acostumbra.
Pero sus dudas de profano dejaron pronto paso a la intuición estética. Muchas décadas más tarde, Van seguía recordando cómo le había maravillado una adorable oruga, desnuda, brillante, fastuosamente alunarada y veteada, tan venenosa como las flores de verbasco en que se abrigaba, o la larva de forma de cinta de una catocálida local, cuyas protuberancias grises y placas de color lila imitan el liquen y los nudos de las ramitas a las que se adhiere tan firmemente que prácticamente queda soldada a ellos; o, por supuesto, la pequeña Orgya, con su vestido negro, animado a todo lo largo de la espalda por copetes coloreados, rojos, azules, amarillos, de longitud desigual, como las barbas de un cepillo de dientes de fantasía, con colorido garantizado. Esa clase de comparaciones, con adornos especiales, me recuerdan hoy las anotaciones entomológicas del diario de Ada... que hemos de tener por aquí, en algún sitio, ¿verdad, amor mío? En ese cajón, ¿no? Pues, ¡sí!, ¡victoria! Espiguemos algunos ejemplos (tu letra redondeada como las mejillas, amor mío, era un poco más ancha; pero, por lo demás, nada ha cambiado, nada, nada): «La cabeza retráctil y los diabólicos apéndices anales del monstruo de colores chillones que produce el humilde Dicranuro pertenecen a una oruga de lo menos oruga que existe. Sus segmentos frontales tienen forma de fuelles, y su aspecto recuerda al objetivo de un Kodakordeón. Si acaricias con delicadeza su cuerpo hinchado y lampiño, la sensación es perfectamente sedosa y agradable... hasta que la irritada criatura, desagradecida, te lanza un fluido de olor acre que sale de una grieta abierta en su garganta.» «El Doctor Krolik ha recibido de Andalucía, y me ha regalado amablemente, cinco larvas jóvenes de una especie muy local y descrita hace muy poco: la Tortuga Carmen. Son unas criaturas deliciosas, de un bello color de jade con espigas de plata, y no se reproducen más que sobre un sauce de alta montaña de una especie casi extinguida (el bueno de Krolik me ha proporcionado también esa planta).»
(A los diez años, o más joven todavía, Ada había leído —lo mismo que Van— Les Malheurs de Swann, como revela el siguiente ejemplo:) «Creo que Marina dejaría de refunfuñar contra mi hobby ("Es un poco inconveniente esa obstinación infantil de rodearse de unos pequeños favoritos tan asquerosos...", "las señoritas normales tienen horror a las serpientes, a los gusanos", etc.) si pudiese persuadirle de que superase sus repugnancias pasadas de moda y que se pusiese a la vez en la palma y en la muñeca (porque la mano no sería bastante grande) la noble larva de la esfinge de Catleya (sombras malvas de monsieur Proust) una gigante de seis pulgadas de largo, de color carne, con arabescos color turquesa, que levanta su cabeza de jacinto en una actitud "esfingiana".»
(¡Bonita descripción!, dijo Van. Pero reconozco que no la asimilé a fondo en mi juventud. Ni siquiera yo. Así, pues, no mosqueemos al moscón que atraviesa mi libro y repite de página en página: «¡Qué bromista es este viejo V.V.!»)
Al término de su tan remoto, tan cercano, verano de 1884, Van, antes de abandonar Ardis, quiso hacer una visita de despedida al larvario de Ada. La larva, blanca como porcelana, de la Cogulla (¿o «el Tiburón»?), la alunarada, veteada y venenosa gema había llevado a buen fin su reciente metamorfosis. Pero el ejemplar único de Catocala lorelei había muerto, ¡ay!, paralizada por cierto icneumón al que no habían engañado sus astutos nudos ni sus manchas de liquen. El cepillo de dientes multicolor había entrado confortablemente en pupación en un capullo velludo: era la promesa de una Orgya de Persia para fines de otoño. En cuanto a las dos larvas de «Colas Bifurcadas», se habían vuelto todavía más feas, pero al mismo tiempo más vermiculares y, en cierto sentido, más venerables: sus colas flaccidas se arrastraban lamentablemente tras ellas, un flujo violáceo deslustraba el cubismo de su extravagante dibujo; no cesaban de moverse velozmente de un lado para otro en el fondo de su caja, en un ataque de locomoción preparatoria. También Aqua había marchado a través de un bosque y hasta de un barranco para realizar la misma cosa. Colgada de la tela metálica, en una mancha de sol, una Nymphalis carmen recién salida del capullo movía en abanico sus alas limón pálido y ámbar oscuro, cuando Ada, dichosa y cruel, la aplastó con un apretón experto de sus dedos. La Esfinge de Odette se había transformado graciosamente en una momia elefantoide, con una cómica trompa de tipo guermantoide. Y, en otro hemisferio, el doctor Krolik corría rápidamente sobre sus cortas piernas tras una Aurora muy especial, de alta montaña, mariposa conocida por el nombre de Antocharis ada Krolik (1884) hasta que la inexorable ley de la prioridad taxonómica no obligase a
cambiarlo por el de Antocharis prittwitzi Stümper (1883).
—Pero, una vez que aparecen todos estos bichitos —preguntó Van—, ¿qué haces con ellos?
—Pues bien —dijo Ada—, se los llevo al ayudante del doctor Krolik y éste los coloca, los etiqueta y los clava en los cajones de cristal de un armario-vitrina de roble, muy limpio, que será mío cuando me case. Yo poseeré también una gran colección y continuaré criando toda clase de lepidópteros. Mi sueño sería tener un Instituto Especial de fritilarias con sus orugas, y las diversas violetas de que éstas se nutren. Me expedirían, por correo aèreo urgente, huevos y larvas de toda la América del Norte, acompañadas de sus plantas-huésped: violeta de las secoyas de la costa oeste, violeta pálida de Montana, violeta de la pradera, violeta de Egglestone, que se encuentra en Kentucky, y esa violeta blanca rarísima que florece en un pantano escondido, al borde de un lago sin nombre, en una montaña ártica donde vuela la Fritilaria minor de Krolik. Naturalmente, cuando esas mariposas salen del capullo, es facilísimo acoplarlas a mano. Se las coge así, a veces durante un buen rato, de perfil, con las alas plegadas (Ada mostraba el método, olvidándose de disimular sus lamentables uñas), el macho con la mano izquierda y la hembra en la derecha o viceversa, procurando que se toquen las extremidades de los dos abdómenes. Pero, para que la cosa resulte, tienen que estar completamente frescos y embebidos en el vaho de su violeta preferida.


Nabokov, Ada o el Ardor (cap. VIII) , 1969

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