La muerte en Venecia (Der Tod in Venedig), publicada por Thomas Mann en 1912, es una novela corta, compleja y sublime. Belleza, filosofía, arte, naturaleza, estética, creación, moral, deseo, amor platónico, juventud, decadencia, muerte... Un pequeño frasco de esencias que perfuman el alma de quien lo lee y son capaces de conmoverla hasta las lágrimas. Visconti llevó esta novela al cine en 1970 de una forma absolutamente magistral, utilizando como banda sonora el célebre Adagietto de la Quinta Sinfonía de Mahler, alter ego, en el film, del personaje de Aschenbach, el protagonista.
Cito algunos párrafos de la novela de Mann y añado, al final, la última escena de la película de Visconti:
"Para que cualquier creación espiritual produzca rápidamente una impresión extraña y profunda, es preciso que exista secreto parentesco y hasta identidad entre el carácter personal del autor y el carácter general de su generación. Los hombres no saben por qué les satisfacen las obras de arte. No son verdaderamente entendidos, y creen descubrir innumerables excelencias en una obra, para justificar su admiración por ella, cuando el fundamento íntimo de su aplauso es un sentimiento imponderable que se llama simpatía. Aschenbach había escrito expresamente, en un pasaje poco conocido de sus obras, que casi todas las cosas grandes que existen son grandes porque se han creado contra algo, a pesar de algo: a pesar de dolores y tribulaciones, de pobreza y abandono; a pesar de la debilidad corporal, del vicio, de la pasión. Eso era algo más que una observación: era el resultado de una experiencia íntimamente vivida por él, la fórmula de su vida y de su gloria, la clave de su obra. ¿Por qué había de extrañar, entonces, el hecho de que lo más peculiar de las figuras por él creadas tuviera su carácter moral?"
"Los sentimientos y observaciones del hombre solitario son al mismo tiempo más confusos y más intensos que los de las gentes sociables; sus pensamientos son más graves, más extraños y siempre tienen un matiz de tristeza. Imágenes y sensaciones que se esfumarían fácilmente con una mirada, con una risa, un cambio de opiniones, se aferran fuertemente en el ánimo del solitario, se ahondan en el silencio y se convierten en acontecimientos, aventuras, sentimientos importantes. La soledad engendra lo original, lo atrevido, y lo extraordinariamente bello; la poesía. Pero engendra también lo desagradable, lo inoportuno, absurdo e inadecuado".
"En el mar hacía fresco; Tadzio llevaba una casaca de marinero, con botones dorados, y su gorra correspondiente. El sol y el aire marino no habían tostado su tez, que conservaba su amarillo marmóreo de siempre, pero en aquel instante parecía más pálido que de ordinario, quizás a consecuencia del fresco, o por el resplandor de los faroles. Sus cejas, armónicas, aparecían delineadas más escuetamente, y sus ojos eran muy oscuros. Era aquello de una indecible belleza, y Aschenbach sintió el dolor, tantas veces experimentado, de que la palabra fuera capaz sólo de ensalzar la belleza sensible, pero no de reproducirla. Como no esperaba la amable aparición, como le sorprendió descuidado, no tuvo tiempo de componer tranquila y dignamente la expresión de su rostro. De esta manera, cuando su mirada tropezó con la del muchacho, debieron de expresarse abiertamente en ella la alegría, la sorpresa, la admiración. En aquel instante fue cuando Tadzio le sonrió. Le sonrió expresiva, confiada y acogedoramente, con labios que se abrían lentamente a la alegría. Era la sonrisa de Narciso al inclinarse sobre el agua; aquella sonrisa profunda, encantada, deleitable, que acompaña a los brazos que se tienden al reflejo de la propia belleza; una sonrisa ligeramente contraída por el beso imposible de su sombra incitante, curiosa y ligeramente atormentada, transformada y transformadora.
Aquella sonrisa fue recibida como un obsequio fatal. Aschenbach se conmovió tan profundamente, que se vio obligado a huir de la luz de la terraza, del jardín, y buscar apresuradamente el refugio de la oscuridad de la parte posterior del parque. Allí fue donde se le escaparon amonestaciones, singularmente indignadas y tiernas al mismo tiempo: « ¡No debes sonreír así! ¡No se debe sonreír así a nadie! » Se arrojó en un banco, y fuera de sí, aspiró el aroma nocturno de las plantas".
"Amaba el mar por razones profundas: por el ansia de reposo del artista que trabaja rudamente, que desea descansar de la variedad de figuras que se le presentan en el seno de lo simple e inmenso; por una tendencia perversa, opuesta enteramente a las exigencias de su misión en el mundo, y más tentadora, por eso, a lo inarticulado, desmedido y eterno; a la nada. Quien se esfuerza por alcanzar lo excelso, nota el ansia de reposar en lo perfecto. ¿Y la nada no es acaso una forma de perfección?"
"La dicha del escritor es su posibilidad de transformar la idea enteramente en sentimiento; el sentimiento, totalmente en idea. En aquel momento se había adueñado del solitario una de estas vibrantes ideas, uno de estos sentimientos precisos: el sentimiento de que la naturaleza se estremecía de goce cuando el espíritu se inclinaba en homenaje y reverencia ante la belleza. Súbitamente sintió el deseo imperioso de escribir. Cierto es que, como suele decirse, Eros ama el ocio, y que sólo para el ocio ha nacido. Pero en ese momento de la crisis, su excitación le impulsaba a tranquilizar por medio de la palabra el torbellino de sus pensamientos. El tema casi le era indiferente. De pronto sintió que se resolvía en su espíritu, clamando por expresarse, una cuestión palpitante de la cultura y el gusto. El asunto era de índole familiar y le preocupaba de antiguo. El impulso de hacerlo brillar a la luz de sus palabras se hizo irresistible en aquel momento. Pero necesitaba trabajar en presencia de Tadzio, tomarlo de modelo, hacer que su estilo siguiese las líneas de aquel cuerpo que se le antojaba divino, y levantar a lo espiritual su belleza, como el águila levantó al cielo a uno de los pastores troyanos. Jamás había sentido con tanta dulzura el placer de la palabra, nunca había visto tan claramente que Eros alienta en ella, como en aquellas horas, peligrosamente gozosas, en las que, sentado ante una mesa rústica sombreada por la lona, teniendo ante sus ojos al ídolo, y en los oídos la música de su voz, cincelaría Aschenbach, siguiendo el modelo de Tadzio, unas páginas de selecta prosa cuya pureza, altura y fuerte tensión sentimental habían de producir pronto la admiración de las gentes. Seguramente conviene que el mundo conozca sólo la obra bella y no sus orígenes, las condiciones que determinaron su aparición, pues el conocimiento de las fuentes en que el poeta bebe su inspiración lo confundiría, lo asustaría a menudo, dañando así el efecto de las. cosas excelentes. ¡Singulares horas! ¡Esfuerzo extrañamente enervador! ¡Extraordinario comercio fecundo del espíritu con el cuerpo! Cuando Aschenbach, terminado su trabajo, se levantó, se sintió agotado, deshecho hasta tal punto que le parecía oír los lamentos de su conciencia en rebelión, como si acabara de entregarse a algún pecado".
"Porque la belleza, Fedón, nótalo bien, sólo la belleza es al mismo tiempo divina y perceptible. Por eso es el camino de lo sensible, el camino que lleva al artista hacia el espíritu. Pero ¿crees tú, amado mío, que podrá alcanzar alguna vez sabiduría y verdadera dignidad humana aquel para quien el camino que lleva al espíritu pasa por los sentidos? ¿O crees más bien (abandono la decisión a tu criterio) que éste es un camino peligroso, un camino de pecado y perdición, que necesariamente lleva al extravío? Porque has de saber que nosotros, los poetas, no podemos andar el camino de la belleza sin que Eros nos acompañe y nos sirva de guía; y que si podemos ser héroes y disciplinados guerreros a nuestro modo, nos parecemos, sin embargo, a las mujeres, pues nuestro ensalzamiento es la pasión, y nuestras ansias han de ser de amor. Tal es nuestra gloria y tal es nuestra vergüenza. ¿Comprendes ahora cómo nosotros, los poetas, no podemos ser ni sabios ni dignos? ¿Comprendes que necesariamente hemos de extraviarnos, que hemos de ser necesariamente concupiscentes y aventureros de los sentidos? La maestría de nuestro estilo es falsa, fingida e insensata; nuestra gloria y estimación, pura farsa; altamente ridícula, la confianza que el pueblo nos otorga. Empresa desatinada y condenable es querer educar por el arte al pueblo y a la juventud. ¿Pues cómo habría de servir para educar a alguien aquel en quien alienta de un modo innato una tendencia natural e incorregible hacia el abismo? Cierto es que quisiéramos negarlo y adquirir una actitud de dignidad; pero, como quiera que procedamos, ese abismo nos atrae. Así, por ejemplo, renegamos del conocimiento libertador, pues el conocimiento, Fedón, carece de severidad y disciplina; es sabio, comprensivo, perdona, no tiene forma ni decoro posibles, simpatiza con el abismo; es ya el mismo abismo. Lo rechazamos, pues, con decisión, y en adelante nuestros esfuerzos se dirigen tan sólo a la belleza; es decir, a la sencillez, a la grandeza y a la nueva disciplina, a la nueva inocencia y a la forma; pero inocencia y forma, Fedón, conduce a la embriaguez y al deseo, dirigen quizás al espíritu noble hacia el espantoso delito del sentimiento que condena como infame su propia severidad estética; lo llevan al abismo, ellos también, lo llevan al abismo. Y nosotros, los poetas, caemos al abismo porque no podemos emprender el vuelo hacia arriba rectamente, sólo podemos extraviarnos. Ahora me voy, Fedón; quédate tú aquí, y sólo cuando ya hayas dejado de verme, vete también tú".
(ni sabios, ni dignos, concupiscentes y aventureros de los sentidos...)
ResponderEliminar¿Dios no fue acaso, antes del hombre, victima del libro? (...) ¿No es acaso Jerusalem la Capital de una lágrima? E. Jabès
Escena final de Sacrificio, de Tarkovsky: "Lo primero en crearse fue el verbo", o algo así. Qué nivel, maribel. Pondré esta escena como entrada algún día. Besitos.
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