viernes, 28 de mayo de 2010

Eugenia Grandet y Chopin


Coux-et-Bigaroque, 2009


"Al volver a su casa, Grandet encontró el almuerzo dispuesto. La señora Grandet, a cuyo cuello saltó Eugenia para abrazarla con esa viva efusión del corazón que nos causa un pesar secreto, estaba ya sentada en su silla y hacia mitones para el invierno.

-Ya pueden ustedes almorzar -dijo Nanón bajando las escaleras de cuatro en cuatro-. El señorito duerme como un querubín. ¡Qué guapo está con los ojos cerrados! He entrado y le he llamado; pero como si no.

-¡Déjale dormir! -dijo Grandet. Siempre se despertará bastante temprano para recibir malas noticias.

-Pues ¿qué ocurre? -preguntó Eugenia echando al café sus dos terrones de azúcar, que pesaban no sé cuántos gramos y que su padre se entretenía en cortar en sus ratos de ocio.

La señora Grandet, que no se había atrevido a hacer esta pregunta, miró a su marido.

-Su padre se ha levantado la tapa de los sesos.

-¡Mi tío! -dijo Eugenia.

-¡Pobre Joven! -exclamó la señora Grandet.

-Sí, y tan pobre, que no posee ni un céntimo -repuso Grandet.

-Pues él duerme como si fuera el rey de la tierra -dijo Nanón con triste acento.

Eugenia cesó de comer. Su corazón se oprimió como se oprime el corazón de una mujer cuando la compasión, excitada por la desgracia de aquel a quien ama, se apodera por completo de su alma. La joven lloró.

-Si no conoces a tu tío, ¿por qué lloras? -le dijo su padre dirigiéndole una de aquellas miradas de tigre furioso que debía dirigir, sin duda, a sus montones de oro.

-Pero, señor -dijo la criada-, ¿quién no ha de sentir piedad por ese joven que duerme como un tronco ignorando su suerte?

-Nanón, ahora no te hablo a ti, ¡cállate!

En aquel momento Eugenia aprendió que la mujer que ama debe disimular siempre sus sentimientos, y no respondió.

-Señora Grandet, espero que hasta mi vuelta no le diréis nada -dijo el anciano continuando-. Tengo que ir a ver mis praderas, volveré al mediodía para el segundo almuerzo, y entonces hablaré con mi sobrino de sus asuntos. Respecto a ti, señorita Eugenia, si es por ese petimetre por quien lloras, te advierto que no quiero ver más que te interesas por él, pues partirá a toda prisa para las Indias, y no lo verás más.

El padre tomó los guantes del ala de su sombrero, se los puso con su acostumbrada calma y salió.

-¡Ah! ¡Mamá, me ahogo! -exclamó Eugenia cuando estuvo sola con su madre-, ¡jamás he sufrido de este modo!

La señora Grandet, al ver que su hija palidecía, abrió la ventana y la hizo respirar el aire libre.

-Ya estoy mejor -dijo Eugenia después de un momento.

Esta emoción nerviosa en una naturaleza tan tranquila Y fría hasta entonces en apariencia, llamó la atención de la señora Grandet la cual miró a su hija con esa intuición simpática de que están dotadas las madres para el objeto de su ternura, y lo adivinó todo. A decir verdad, la vida de las célebres hermanas húngaras, pegadas una a otra por un error de la naturaleza, no fue más íntima que la de Eugenia y la de su madre, las cuales estaban siempre juntas en el alféizar de aquella ventana, juntas en la iglesia y respirando siempre la misma atmósfera.

-¡Pobre hija mía! -dijo la señora Grandet tomando por la cabeza a su hija para apoyarla contra su seno.

Al oír estas palabras, la joven levantó la cara, interrogó a la madre con una mirada, escudriñó sus más secretos pensamientos, y le dijo:

-¿Por qué mandarlo a las Indias? Si es desgraciado, ¿no debe quedarse aquí? ¿No es nuestro pariente más próximo?

-Sí, hija mía, eso sería muy natural: pero tu padre tiene sus razones, y nosotros debemos respetarlas.

La madre y la hija quedaron silenciosas, se sentaron, la una en su silla y la otra en su sofá y reanudaron su trabajo. Llena de agradecimiento al ver la admirable armonía que existía entre su corazón y el de su madre, Eugenia le besó la mano, diciéndole:

-¡Qué buena eres, mamá querida!

Estas palabras hicieron resplandecer de alegría aquel rostro maternal, marchito por tantos dolores.

-¿No te agrada a ti también?-le preguntó Eugenia.

La señora Grandet respondió con una sonrisa, y, después de un momento de silencio, le dijo en voz baja:

-¿Le amas ya acaso? -harías mal.

-¿Mal? -repuso Eugenia-, y ¿por qué? Te agrada a ti, le agrada a Nanón, y ¿por qué no me había de agradar a mí? Mira, mamá, pongamos la mesa para su almuerzo.

Y esto diciendo, dejó su labor, y la madre hizo otro tanto, exclamando:

-¡Estás loca!

Pero se complació en justificar la locura de su hija participando de ella.

Eugenia llamó a Nanón.

-¿Qué desea usted, señorita?

-Tendremos crema para el mediodía, Nanón?

-¡Ah! para el mediodía sí, respondió la anciana criada.

-Pues bien, hazle el café bien cargado, pues yo he oído decir a los señores de Grassins que en París se toma el café muy cargado. Ponle mucho.

-Y ¿dónde quiere usted que lo busque?

-¿Y si el señor me encuentra?

-No, ha ido a los prados.

-Pues voy a escape. Pero el señor Fessard, al darme ayer la bujía, me preguntó si teníamos en casa a los tres reyes magos. Toda la villa va a hablar de nuestros despilfarros.

-Si tu padre llega a notar algo, es capaz de pegarnos -dijo la señora Grandet.

-Pues bien, si nos pega, recibiremos sus golpes de rodillas.

La señora Grandet levantó los ojos al cielo al oír esta respuesta. Nanón tomó su cofia y salió. Eugenia puso un mantel limpio en la mesa, se fue a buscar algunos racimos que se había divertido en colgar del techo del granero, recorrió de puntillas el pasillo para no despertar a su primo, y no pudo resistir al deseo de escuchar a su puerta la respiración rítmica que se escapaba del pecho de Carlos.

-Hoy la desgracia vela su sueño -se dijo Eugenia.

Después la joven tomó las hojas más verdes de la parra, arregló su racimo con tanto arte como pudiera haberlo hecho el mejor repostero, lo llevó triunfalmente a la mesa e hizo otro tanto con las peras contadas por su padre, disponiéndolas en forma de pirámide. Eugenia iba Y venía, trotaba y saltaba, Y hubiera querido desvalijar la casa de su padre; pero no tenía las llaves. Nanón volvió con dos huevos frescos y Eugenia, al verlos, sintió deseos de saltarle al cuello para abrazarla.

-El inquilino de la Landa los tenía en su gallinero, y, al pedírselos, me los ha dado para estar bien conmigo.

Después de dos horas de cuidados, durante las cuales Eugenia dejó veinte veces la labor para ir a ver como hervía el café y para escuchar el ruido que hacía su primo al levantarse, la joven logró prepararle un almuerzo sencillo y poco costoso, pero que derogaba terriblemente las inveterada costumbres de la casa. El almuerzo del mediodía se hacía en aquel hogar de pie. Cada cual tomaba un poco de pan, una fruta o manteca, y bebía un vaso de vino. Al ver la mesa colocada al lado del fuego y uno de los sofás puesto delante del cubierto de su primo, y al contemplar los dos platos de frutas, la huevera, la botella de vino blanco, el pan y el azúcar colocado en un platillo, Eugenia tembló pensando únicamente en las miradas que le dirigiría su padre si llegaba a entrar en aquel momento; así es que la joven miraba con frecuencia el reloj a fin de calcular si su primo podría almorzar antes de que volviese el avaro.

-No tengas cuidado, Eugenia, si viene tu padre, le diré que todo eso es cosa mía.

Eugenia no pudo contener una lágrima.

-¡Oh! mamá, ¡qué buena eres! -exclamó Eugenia-. Ahora veo que no te he querido todo lo que debía.

Carlos, después de haber dado mil vueltas por su cuarto tarareando mil canciones, bajó. Por fortuna, no eran más que las once. El parisiense se había vestido con tanto cuidado como si se encontrase en el castillo de la noble dama que viajaba por Escocia, y entró con ese aire afable y risueño que tan bien sienta a la juventud y que causó un triste goce a Eugenia. Carlos había tomado a broma el desastre de los castillos de su tío, y saludó muy alegremente a sus parientas, diciéndoles:

-¿Ha pasado usted bien la noche, querida tía? ¿y usted, prima mía?

-Muy bien, ¿y usted, señor? dijo la señora Grandet.

-Yo, perfectamente.

-Primo, debe usted tener hambre -dijo Eugenia, siéntese usted a la mesa.

-¡Pero si no almuerzo nunca hasta el mediodía, que es la hora en que me levanto! Sin embargo, me trataron tan mal por el camino, que tomaré algo. Por otra parte...

Y sacó el reloj más delicioso que Breguet había hecho en su vida.

-¡Toma! ¡Si son las once! Hoy he estado madrugador.

-¡Madrugador! -dijo la señora Grandet.

-Sí, pero es que quería arreglar mis cosas. Bueno, comeré con mucho gusto cualquier cosa, una insignificancia, un pollo, un perdigón.

-¡Virgen santa! -gritó Nanón al oír estas palabras.

-¡Un perdigón! -se decía Eugenia, que hubiera querido pagarlo con todo su peculio.

-Venga usted a sentarse -le dijo su tía.

El petimetre se dejó caer sobre el sofá como una mujer hermosa en su diván. Eugenia y su madre tomaron sillas y se colocaron a su lado delante del fuego.

-¿Viven ustedes siempre aquí? -dijo Carlos, encontrando la sala más fea aún a la luz del día que a la luz de las velas de sebo.

-Siempre -respondió Eugenia mirándole-, excepto en la época de las vendimias, en que vamos a ayudar a Nanón y nos albergamos en la abadía de Noyers.

-Y ¿no se pasean ustedes nunca?

-Algunas veces, los domingos, después de las vísperas, cuando hace buen tiempo, vamos hasta el puente o a ver los henos en tiempo de la siega -contestó la señora Grandet.

-Y ¿no hay aquí teatro?

-¡Ir al teatro a ver comediantes! -exclamó la señora Grandet-. Pero, señor, ¿no sabe usted que eso es un pecado mortal?

-Tenga usted, señorito -dijo Nanón sirviéndole los huevos-, le daremos a usted los pollos pasados por agua.

-¡Ah! ¿huevos frescos? -dijo Carlos, que, como todas las gentes acostumbradas al lujo, no pensaba ya en el perdigón-. ¡Magnifico! Si tuviera usted un poco de manteca, querida mía...

-¡Ah! ¡manteca! entonces se quedará usted sin torta -dijo la criada.

-Vamos, dale manteca, Nanón -exclamó Eugenia.

La joven contemplaba a su primo cortando el pan y experimentaba tan gran placer como el que siente la modista más sensible de París viendo representar un melodrama en que triunfa la inocencia; bien es verdad que Carlos, educado por una madre elegante y perfeccionado por una mujer distinguida, tenía movimientos coquetones y delicados como una damisela.

La piedad y la ternura de una joven poseen una influencia verdaderamente magnética; así es que Carlos, al ver que era objeto de las atenciones de su prima y de su tía, no pudo sustraerse a la influencia de los sentimientos que se dirigían hacia él y le inundaban, por decirlo así, y dirigió a Eugenia una de esas miradas llenas de bondad y de caricias que parecen una sonrisa. Contemplando a Eugenia, llamóle la atención la exquisita armonía de las facciones de aquel rostro puro, su inocente actitud y la limpidez mágica de los ojos, donde se reflejaban nacientes pensamientos de amor y deseo, sin mezcla de voluptuosidad.

-En verdad, prima querida, que si estuviese usted en un palco de la ópera, vestida con elegancia, le garantizo que mí tía tendría razón, pues haría usted cometer muchos pecados de deseo a los hombres y de envidia a las mujeres.

Este cumplido, aunque no hubiese sido completamente comprendido por Eugenia, hizo palpitar su corazón de alegría.

-¡Oh! primo mío, usted quiere burlarse de una pobre provinciana.

-Si me conociese usted, sabría que aborrezco las burlas, porque entiendo que hieren todos los sentimientos.

Y esto diciendo, se zampó agradablemente su tostada de manteca.

-No, yo tengo poca gracia para burlarme de los demás, y este defecto me hace mucho daño. En París hay quien asesina a un hombre, diciéndole: «¡Tiene muy buen corazón!» pues esta frase quiere decir: «El pobre muchacho es estúpido como un rinoceronte». Pero como soy rico y todo el mundo sabe que derribo un muñeco a treinta pasos con toda clase de pistolas y al aire libre, los burlones me respetan.

-Sobrino mío, lo que usted dice demuestra que tiene buen corazón.

-¡Qué anillo más bonito tiene usted! -exclamó Eugenia-. ¿Tiene inconveniente en enseñármelo?

Carlos se quitó el anillo, extendió el brazo, y Eugenia se puso roja como la grana al rozar con la punta de los dedos las rosadas uñas de su primo.

-Mamá, ¡mire usted qué trabajo más hermoso!

-¡Oh! ¡y tiene mucho oro! -dijo Nanón trayendo el café.

-¿Qué es eso? -preguntó Carlos riéndose y señalando un puchero oblongo, de tierra negra barnizada, con baño interior de porcelana, rodeado de una franja de ceniza y en cuyo fondo caía el café volviendo a la superficie del agua hirviendo.

-Es café hervido -dijo Nanón.

-¡Ah! querida tía, espero que al menos podré dejar alguna huella bienhechora de mi paso por aquí ¡Viven ustedes muy atrasados! Yo les enseñaré a ustedes a hacer buen café en una cafetera del sistema Chaptal.

E intentó explicarles la manera de manejar esta cafetera.

-¡Ah! vaya, si cuesta tanto trabajo -dijo Nanón-, tendría que pasar la vida haciendo café. ¡Mecachis! ¿quién daría hierba a las vacas mientras yo hiciese café?

-Yo - dijo Eugenia.

-Niña -dijo la señora Grandet mirando a su hija.

Al oír estas palabras, que recordaban la pena que no tardaría en agobiar a aquel desgraciado joven, las tres mujeres se callaron y le contemplaron con un aire de conmiseración que chocó a Carlos.

-¿Qué tiene usted, prima mía?

-¡Silencio! -dijo la señora Grandet a su hija cuando ésta iba a responder-. Ya sabes, hija mía, que tu padre se ha encargado de hablar a este señor...

-Carlos -dijo el joven Grandet.

-¡Ah! ¿se llama usted Carlos? ¡qué nombre más bonito! -dijo Eugenia.

Las desgracias presentidas ocurren casi siempre. En este momento, Nanón, la señora Grandet y Eugenia, que no pensaban sin temblar en la vuelta del antiguo tonelero, oyeron un aldabonazo que les era muy conocido.

-¡Ahí está papá!-dijo Eugenia.

Y quitó el platillo del azúcar dejando algunos trozos sobre el mantel. N anón se llevó la huevera, la señora Grandet se irguió como una corza asustada, en una palabra, hubo allí un pánico del que Carlos se asombró sin poder explicárselo.

-Pero ¿qué tienen ustedes?- les preguntó el joven.

-Que está ahí papá -dijo Eugenia.

-Y ¿qué?...

El señor Grandet entró, fijó sus penetrantes ojos en la mesa y en Carlos, lo vio todo, y dijo sin tartamudear:

-¡Ah! ¿ha agasajado usted a su sobrino? ¡Está bien, muy bien, admirablemente! dijo sin tartamudear. Cuando los gatos corren por los tejados, los ratones danzan por las tarimas.

-¡Agasajado! -pensó Carlos incapaz de sospechar el régimen y las costumbres de aquella casa.

-Tráeme la manteca, Nanón -dijo el viejo avaro.

Eugenia le trajo la manteca, y Grandet sacó del bolsillo una navaja, cortó una rebanada de pan, tomó un poco de manteca, la extendió cuidadosamente sobre la rebanada, y se puso a comer de pie. En este momento, Carlos ponía azúcar a su café. El padre Grandet vio los terrones de azúcar, examinó a su mujer, que palideció, y aproximándose al oído de la pobre anciana, le dijo:

-¿De dónde habéis sacado ese azúcar?

-Como no había, Nanón ha ido a buscarla a casa de Fessard.

Es imposible figurarse el profundo interés que esta escena muda tenía para las tres mujeres. Nanón había dejado la cocina y miraba por la puerta de la sala para ver en qué pararía aquello. Carlos, que había probado el café, lo encontró demasiado amargo y buscó el platillo que Grandet se había apresurado a coger.

-¿Qué quiere usted, sobrino? -le dijo el buen hombre.

-El azúcar.

-Ponga usted más leche al café, y así se endulzará -respondió el dueño de la casa.

Eugenia tomó el platillo del azúcar que Grandet se disponía a guardar y lo puso sobre la mesa, contemplando a su padre tranquilamente. La parisiense que, para facilitar la fuga de su amante, sostiene con sus débiles brazos una escala de seda, no demuestra ciertamente más valor del que demostró Eugenia colocando el azúcar sobre la mesa. El amante recompensará a su parisiense que le mostrará orgullosamente un hermoso brazo acardenalado, cada una de cuyas venas será bañada de lágrimas y curada con besos y con placer; mientras que Carlos no debía conocer nunca el secreto de las profundas agitaciones que destrozaban el corazón de su prima, anonadada a la sazón bajo el peso de la mirada del antiguo tonelero".

Honoré de Balzac, 1833.





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