lunes, 31 de mayo de 2010
El festín de Babette
domingo, 30 de mayo de 2010
sábado, 29 de mayo de 2010
Pascal Quignard
Tous les matins du monde (Alain Corneau, 1991).
Improvisacion sobre Les folies d'Espagne (Lully) por Marin Marais
Saint-Colombe, Les pleurs
Junio de 2005
Vida secreta, de Pascal Quignard
por Javier Aparicio Maydeu
Un narrador aforístico y trascendente da vueltas una y otra vez alrededor del concepto de amor, creando en Vida secreta un discurso circular y fragmentario que alcanza un extremo extático que lo convierte en una suerte de derviche de la palabra. ¿La cuadratura de qué círculo ascético desea lograr Quignard en esta profusa, fecunda meditación en torno al amor y a sus aledaños emocionales? ¿No son acaso amor y lenguaje haz y envés de una misma reflexión, toda vez que el primero es inefable y el segundo traicionero? Apenas si se alcanza a asediar el amor con las conjeturas, aporías y metáforas que el lenguaje provee para explicárnoslo, de ahí que sean necesariamente fragmentos de un discurso amoroso los que se ensartan en esta obra maestra que Gallimard sacó a la luz en 1997 (primer fruto maduro de su polémico abandono de todo quehacer mundano para escribir sin tregua) y que, por fin, ha sido traducida, y de forma espléndida, al castellano. La prosa mudadiza del autor de Todas las mañanas del mundo (1991) aparece entreverada aquí de parábolas y adagios ("nada envilece tanto como dejar de ser amado", "nadie se libra para siempre del océano de su propia pasión", "el deseo es el desastre", "puede que el placer sacie. No estoy seguro. En cualquier caso, no colma jamás"), de relatos inconclusos (viaje a Paestum en un Fiat rojo, Masaccio pintando la Capilla Brancacci o un manuscrito de Lucrecio sustraído por un monje en el nevado monasterio de Murbach, allá por 1415), y de ensayos diminutos de fuerte trabazón lógica ("Tener alma quiere decir tener un secreto. Corolario. Poca gente tiene alma"), a la manera de silogismos construidos por proposiciones, argumentos, axiomas, erotesis y corolarios, nacidos por igual de sus provechosas lecturas de los ensayos de Montaigne o las Pensées de Pascal y de los tratados y silvas del Barroco, que el diletante Quignard conoce como la misma palma de su mano. Vida secreta es tanto un tratado sobre las pasiones —Ovidio, Capellanus, Bembo, la fin'amors cortés o Marivaux son también algunos mimbres del cesto de Quignard— cuanto una filografía (M. o el falso nombre de Némie Satler ocultan mujeres que el narrador y su reflejo, el autor, amaron alguna vez), un diario íntimo, una poética de la lectura, una autobiografía excéntrica, un breviario de rara intensidad ("¿quién ha puesto imágenes en la noche? El sueño") o un compendio de géneros distintos: "intento escribir un libro que me haga pensar al leer. He admirado sin reservas lo que Montaigne, Rousseau, Stendhal o Bataille intentaron. Mezclaban el pensamiento, la vida, la ficción y el saber como si se tratase de un solo cuerpo". Se lee en La ciénaga definitiva de Manganelli una frase que reza: "en la noche teatral, soy un catálogo de monólogos". Bien, pues el narrador de Vida secreta, que mucho tiene de exégeta, de predicador y de poeta, suscribiría sin asomo de duda esa afirmación, no en vano su discurso no parece ser sino una sucesión de monólogos declamados sobre un escenario textual por un narrador solitario y eremítico que escribe para comprender y eleva su prosa a los altares del lenguaje. En ocasiones sólo una escritura desatada —y hasta alucinada— le permite transmitir una idea del amor como fuerza enigmática y enajenante, antisocial y fascinante, cercana a la locura y a la muerte, que alcanza a revelarse en su discurso de la mano de una prosa ciertamente transformada en verdadera poesía. Aderezada siempre con rimas internas, asonancias, anáforas y un manejo excepcional del silencio, nacido de elipsis y de espacios en blanco que separan sus acostumbradas formas breves, con frecuencia fragmentos cercanos a pecios ferlosianos, como el que sigue, brillante y epifánico, igual que tantos otros ante los que se detiene, arrobado, el lector: "la página es un territorio sagrado que agujerea para siempre el aire que permite leerla y que extingue, de una sola vez y para siempre, el color asiduo de la habitación cotidiana". La inefabilidad de conceptos como el amor, la esencia del arte o el lenguaje, tres de sus motivos más queridos, se combate en La lección de música (1987) o Pequeños tratados (1990), y asimismo en Vida secreta, sirviéndose de un lirismo intenso ("el ritmo de la noche y también el ritmo del día, como el de las olas y las mareas, se desposan, se ajustan, se dislocan, saltan, se desbordan y vuelven a empezar"), y tentativas textuales muchas veces simbólicas y siempre breves y discontinuas, cuando no próximas a la poética barroca del silencio elocuente. LETRAS LIBRES / (De click para agrandar) Ya Gadamer dejó escrito en La actualidad de lo bello que "las mayores realizaciones de los más grandes artistas de la palabra están marcadas por un trágico enmudecer en lo indecible", y Quignard legitima entonces su condición de escritor de altísimos vuelos preguntándose "¿por qué el amor es misterioso (misterioso quiere decir místico, y místico quiere decir silencioso), inefable, indecible, inexpresable, so pena de muerte? ¿Por qué la noche sin sueño es la guarida mística de ese silencio?" El narrador trascendente juega con virtuosismo a las etimologías, que contribuyen como la prosa poética y las formas aforísticas a aprehender el significado profundo de todo cuanto nos afecta, y se diría que el aire se serena y viste de hermosura y luz no usada cuando suena la música extremada por su sabia mano gobernada. Melodía —la música— y geometría —la retórica— en una prosa que aspira a delimitar la emoción y la meditación desde una actitud abstraída que se acerca en algunas páginas al solipsismo. Una de las más felices definiciones de novela propuestas por Kundera en El arte de la novela parece haber sido concebida para referirse a la obra que nos ocupa, a saber, "una gran forma de la prosa en la que el autor, mediante egos experimentales, examina hasta el límite algunos de los grandes temas de la existencia". Y "límite", en Vida secreta, vale por especulación, experimento, evocación, hermetismo ("silencio y secreto") y, en demasiados sentidos, cuenta habida de que Quignard lo padeció de joven, autismo. Jamás le satisfizo al autor la idea al uso de novela. Piensa que sí es deber propio la creación del texto, pero que ya es deber ajeno enjaularlo en un marbete que no es sencillo en Vida secreta (Pierre Lepape la describió en Le Monde como "la novela de un pensamiento vuelto lenguaje") y menos aún en El sexo y el espanto (1994), su célebre ensayo sobre la ósmosis cultural que, en tiempos de Augusto y en materia erótica, tuvo lugar entre Grecia y Roma, y que acaba de traducirse por vez primera también al castellano, en una fina versión y editada de forma primorosa por Minúscula. Quignard se sirve de sus fecundas lecturas grecolatinas para disponer de las citas clásicas —del carpe diem de Horacio al ars amandi de Ovidio— a modo de andamiaje para la exégesis y el comentario iconográfico de los frescos —que son "resúmenes trágicos de libros", un ardid para la memoria colectiva— conservados en Pompeya (del vultus de una vestal a "una rama de melocotones aterciopelados junto a un vaso de cristal lleno de agua"), que le sirven de pretexto para una inmersión exquisita en el mundo clásico, reconstruido con tanto esmero que el lector acaba sin remedio por sentirse parte de él. Su conocimiento de la etimología (que en su mano no es un adorno, sino la clave para que las palabras nos conduzcan mejor a las cosas), su formación filológica y esa delicada conciencia lingüística que atraviesa toda su obra —tañe la lengua como tañe el violoncelo— se unen en El sexo y el espanto para alumbrar uno de los libros más prestigiosos y fascinantes sobre la Antigüedad clásica, a la que ya se dedicó en Las tablillas de boj de Apronenia Avitia (1989), toda una lección magistral acerca de nuestros orígenes culturales y de incontables mitos, morales, iconos y símbolos que dan razón de lo que en buena parte somos hoy. En fin, albricias. Han visto la luz, por fin, dos textos admirables y capitales en la obra de Quignard que cualquier lector avezado y sensible se apresurará a agradecer. -
viernes, 28 de mayo de 2010
Eugenia Grandet y Chopin
Coux-et-Bigaroque, 2009
"Al volver a su casa, Grandet encontró el almuerzo dispuesto. La señora Grandet, a cuyo cuello saltó Eugenia para abrazarla con esa viva efusión del corazón que nos causa un pesar secreto, estaba ya sentada en su silla y hacia mitones para el invierno.
-Ya pueden ustedes almorzar -dijo Nanón bajando las escaleras de cuatro en cuatro-. El señorito duerme como un querubín. ¡Qué guapo está con los ojos cerrados! He entrado y le he llamado; pero como si no.
-¡Déjale dormir! -dijo Grandet. Siempre se despertará bastante temprano para recibir malas noticias.
-Pues ¿qué ocurre? -preguntó Eugenia echando al café sus dos terrones de azúcar, que pesaban no sé cuántos gramos y que su padre se entretenía en cortar en sus ratos de ocio.
La señora Grandet, que no se había atrevido a hacer esta pregunta, miró a su marido.
-Su padre se ha levantado la tapa de los sesos.
-¡Mi tío! -dijo Eugenia.
-¡Pobre Joven! -exclamó la señora Grandet.
-Sí, y tan pobre, que no posee ni un céntimo -repuso Grandet.
-Pues él duerme como si fuera el rey de la tierra -dijo Nanón con triste acento.
Eugenia cesó de comer. Su corazón se oprimió como se oprime el corazón de una mujer cuando la compasión, excitada por la desgracia de aquel a quien ama, se apodera por completo de su alma. La joven lloró.
-Si no conoces a tu tío, ¿por qué lloras? -le dijo su padre dirigiéndole una de aquellas miradas de tigre furioso que debía dirigir, sin duda, a sus montones de oro.
-Pero, señor -dijo la criada-, ¿quién no ha de sentir piedad por ese joven que duerme como un tronco ignorando su suerte?
-Nanón, ahora no te hablo a ti, ¡cállate!
En aquel momento Eugenia aprendió que la mujer que ama debe disimular siempre sus sentimientos, y no respondió.
-Señora Grandet, espero que hasta mi vuelta no le diréis nada -dijo el anciano continuando-. Tengo que ir a ver mis praderas, volveré al mediodía para el segundo almuerzo, y entonces hablaré con mi sobrino de sus asuntos. Respecto a ti, señorita Eugenia, si es por ese petimetre por quien lloras, te advierto que no quiero ver más que te interesas por él, pues partirá a toda prisa para las Indias, y no lo verás más.
El padre tomó los guantes del ala de su sombrero, se los puso con su acostumbrada calma y salió.
-¡Ah! ¡Mamá, me ahogo! -exclamó Eugenia cuando estuvo sola con su madre-, ¡jamás he sufrido de este modo!
La señora Grandet, al ver que su hija palidecía, abrió la ventana y la hizo respirar el aire libre.
-Ya estoy mejor -dijo Eugenia después de un momento.
Esta emoción nerviosa en una naturaleza tan tranquila Y fría hasta entonces en apariencia, llamó la atención de la señora Grandet la cual miró a su hija con esa intuición simpática de que están dotadas las madres para el objeto de su ternura, y lo adivinó todo. A decir verdad, la vida de las célebres hermanas húngaras, pegadas una a otra por un error de la naturaleza, no fue más íntima que la de Eugenia y la de su madre, las cuales estaban siempre juntas en el alféizar de aquella ventana, juntas en la iglesia y respirando siempre la misma atmósfera.
-¡Pobre hija mía! -dijo la señora Grandet tomando por la cabeza a su hija para apoyarla contra su seno.
Al oír estas palabras, la joven levantó la cara, interrogó a la madre con una mirada, escudriñó sus más secretos pensamientos, y le dijo:
-¿Por qué mandarlo a las Indias? Si es desgraciado, ¿no debe quedarse aquí? ¿No es nuestro pariente más próximo?
-Sí, hija mía, eso sería muy natural: pero tu padre tiene sus razones, y nosotros debemos respetarlas.
La madre y la hija quedaron silenciosas, se sentaron, la una en su silla y la otra en su sofá y reanudaron su trabajo. Llena de agradecimiento al ver la admirable armonía que existía entre su corazón y el de su madre, Eugenia le besó la mano, diciéndole:
-¡Qué buena eres, mamá querida!
Estas palabras hicieron resplandecer de alegría aquel rostro maternal, marchito por tantos dolores.
-¿No te agrada a ti también?-le preguntó Eugenia.
La señora Grandet respondió con una sonrisa, y, después de un momento de silencio, le dijo en voz baja:
-¿Le amas ya acaso? -harías mal.
-¿Mal? -repuso Eugenia-, y ¿por qué? Te agrada a ti, le agrada a Nanón, y ¿por qué no me había de agradar a mí? Mira, mamá, pongamos la mesa para su almuerzo.
Y esto diciendo, dejó su labor, y la madre hizo otro tanto, exclamando:
-¡Estás loca!
Pero se complació en justificar la locura de su hija participando de ella.
Eugenia llamó a Nanón.
-¿Qué desea usted, señorita?
-Tendremos crema para el mediodía, Nanón?
-¡Ah! para el mediodía sí, respondió la anciana criada.
-Pues bien, hazle el café bien cargado, pues yo he oído decir a los señores de Grassins que en París se toma el café muy cargado. Ponle mucho.
-Y ¿dónde quiere usted que lo busque?
-¿Y si el señor me encuentra?
-No, ha ido a los prados.
-Pues voy a escape. Pero el señor Fessard, al darme ayer la bujía, me preguntó si teníamos en casa a los tres reyes magos. Toda la villa va a hablar de nuestros despilfarros.
-Si tu padre llega a notar algo, es capaz de pegarnos -dijo la señora Grandet.
-Pues bien, si nos pega, recibiremos sus golpes de rodillas.
La señora Grandet levantó los ojos al cielo al oír esta respuesta. Nanón tomó su cofia y salió. Eugenia puso un mantel limpio en la mesa, se fue a buscar algunos racimos que se había divertido en colgar del techo del granero, recorrió de puntillas el pasillo para no despertar a su primo, y no pudo resistir al deseo de escuchar a su puerta la respiración rítmica que se escapaba del pecho de Carlos.
-Hoy la desgracia vela su sueño -se dijo Eugenia.
Después la joven tomó las hojas más verdes de la parra, arregló su racimo con tanto arte como pudiera haberlo hecho el mejor repostero, lo llevó triunfalmente a la mesa e hizo otro tanto con las peras contadas por su padre, disponiéndolas en forma de pirámide. Eugenia iba Y venía, trotaba y saltaba, Y hubiera querido desvalijar la casa de su padre; pero no tenía las llaves. Nanón volvió con dos huevos frescos y Eugenia, al verlos, sintió deseos de saltarle al cuello para abrazarla.
-El inquilino de la Landa los tenía en su gallinero, y, al pedírselos, me los ha dado para estar bien conmigo.
Después de dos horas de cuidados, durante las cuales Eugenia dejó veinte veces la labor para ir a ver como hervía el café y para escuchar el ruido que hacía su primo al levantarse, la joven logró prepararle un almuerzo sencillo y poco costoso, pero que derogaba terriblemente las inveterada costumbres de la casa. El almuerzo del mediodía se hacía en aquel hogar de pie. Cada cual tomaba un poco de pan, una fruta o manteca, y bebía un vaso de vino. Al ver la mesa colocada al lado del fuego y uno de los sofás puesto delante del cubierto de su primo, y al contemplar los dos platos de frutas, la huevera, la botella de vino blanco, el pan y el azúcar colocado en un platillo, Eugenia tembló pensando únicamente en las miradas que le dirigiría su padre si llegaba a entrar en aquel momento; así es que la joven miraba con frecuencia el reloj a fin de calcular si su primo podría almorzar antes de que volviese el avaro.
-No tengas cuidado, Eugenia, si viene tu padre, le diré que todo eso es cosa mía.
Eugenia no pudo contener una lágrima.
-¡Oh! mamá, ¡qué buena eres! -exclamó Eugenia-. Ahora veo que no te he querido todo lo que debía.
Carlos, después de haber dado mil vueltas por su cuarto tarareando mil canciones, bajó. Por fortuna, no eran más que las once. El parisiense se había vestido con tanto cuidado como si se encontrase en el castillo de la noble dama que viajaba por Escocia, y entró con ese aire afable y risueño que tan bien sienta a la juventud y que causó un triste goce a Eugenia. Carlos había tomado a broma el desastre de los castillos de su tío, y saludó muy alegremente a sus parientas, diciéndoles:
-¿Ha pasado usted bien la noche, querida tía? ¿y usted, prima mía?
-Muy bien, ¿y usted, señor? dijo la señora Grandet.
-Yo, perfectamente.
-Primo, debe usted tener hambre -dijo Eugenia, siéntese usted a la mesa.
-¡Pero si no almuerzo nunca hasta el mediodía, que es la hora en que me levanto! Sin embargo, me trataron tan mal por el camino, que tomaré algo. Por otra parte...
Y sacó el reloj más delicioso que Breguet había hecho en su vida.
-¡Toma! ¡Si son las once! Hoy he estado madrugador.
-¡Madrugador! -dijo la señora Grandet.
-Sí, pero es que quería arreglar mis cosas. Bueno, comeré con mucho gusto cualquier cosa, una insignificancia, un pollo, un perdigón.
-¡Virgen santa! -gritó Nanón al oír estas palabras.
-¡Un perdigón! -se decía Eugenia, que hubiera querido pagarlo con todo su peculio.
-Venga usted a sentarse -le dijo su tía.
El petimetre se dejó caer sobre el sofá como una mujer hermosa en su diván. Eugenia y su madre tomaron sillas y se colocaron a su lado delante del fuego.
-¿Viven ustedes siempre aquí? -dijo Carlos, encontrando la sala más fea aún a la luz del día que a la luz de las velas de sebo.
-Siempre -respondió Eugenia mirándole-, excepto en la época de las vendimias, en que vamos a ayudar a Nanón y nos albergamos en la abadía de Noyers.
-Y ¿no se pasean ustedes nunca?
-Algunas veces, los domingos, después de las vísperas, cuando hace buen tiempo, vamos hasta el puente o a ver los henos en tiempo de la siega -contestó la señora Grandet.
-Y ¿no hay aquí teatro?
-¡Ir al teatro a ver comediantes! -exclamó la señora Grandet-. Pero, señor, ¿no sabe usted que eso es un pecado mortal?
-Tenga usted, señorito -dijo Nanón sirviéndole los huevos-, le daremos a usted los pollos pasados por agua.
-¡Ah! ¿huevos frescos? -dijo Carlos, que, como todas las gentes acostumbradas al lujo, no pensaba ya en el perdigón-. ¡Magnifico! Si tuviera usted un poco de manteca, querida mía...
-¡Ah! ¡manteca! entonces se quedará usted sin torta -dijo la criada.
-Vamos, dale manteca, Nanón -exclamó Eugenia.
La joven contemplaba a su primo cortando el pan y experimentaba tan gran placer como el que siente la modista más sensible de París viendo representar un melodrama en que triunfa la inocencia; bien es verdad que Carlos, educado por una madre elegante y perfeccionado por una mujer distinguida, tenía movimientos coquetones y delicados como una damisela.
La piedad y la ternura de una joven poseen una influencia verdaderamente magnética; así es que Carlos, al ver que era objeto de las atenciones de su prima y de su tía, no pudo sustraerse a la influencia de los sentimientos que se dirigían hacia él y le inundaban, por decirlo así, y dirigió a Eugenia una de esas miradas llenas de bondad y de caricias que parecen una sonrisa. Contemplando a Eugenia, llamóle la atención la exquisita armonía de las facciones de aquel rostro puro, su inocente actitud y la limpidez mágica de los ojos, donde se reflejaban nacientes pensamientos de amor y deseo, sin mezcla de voluptuosidad.
-En verdad, prima querida, que si estuviese usted en un palco de la ópera, vestida con elegancia, le garantizo que mí tía tendría razón, pues haría usted cometer muchos pecados de deseo a los hombres y de envidia a las mujeres.
Este cumplido, aunque no hubiese sido completamente comprendido por Eugenia, hizo palpitar su corazón de alegría.
-¡Oh! primo mío, usted quiere burlarse de una pobre provinciana.
-Si me conociese usted, sabría que aborrezco las burlas, porque entiendo que hieren todos los sentimientos.
Y esto diciendo, se zampó agradablemente su tostada de manteca.
-No, yo tengo poca gracia para burlarme de los demás, y este defecto me hace mucho daño. En París hay quien asesina a un hombre, diciéndole: «¡Tiene muy buen corazón!» pues esta frase quiere decir: «El pobre muchacho es estúpido como un rinoceronte». Pero como soy rico y todo el mundo sabe que derribo un muñeco a treinta pasos con toda clase de pistolas y al aire libre, los burlones me respetan.
-Sobrino mío, lo que usted dice demuestra que tiene buen corazón.
-¡Qué anillo más bonito tiene usted! -exclamó Eugenia-. ¿Tiene inconveniente en enseñármelo?
Carlos se quitó el anillo, extendió el brazo, y Eugenia se puso roja como la grana al rozar con la punta de los dedos las rosadas uñas de su primo.
-Mamá, ¡mire usted qué trabajo más hermoso!
-¡Oh! ¡y tiene mucho oro! -dijo Nanón trayendo el café.
-¿Qué es eso? -preguntó Carlos riéndose y señalando un puchero oblongo, de tierra negra barnizada, con baño interior de porcelana, rodeado de una franja de ceniza y en cuyo fondo caía el café volviendo a la superficie del agua hirviendo.
-Es café hervido -dijo Nanón.
-¡Ah! querida tía, espero que al menos podré dejar alguna huella bienhechora de mi paso por aquí ¡Viven ustedes muy atrasados! Yo les enseñaré a ustedes a hacer buen café en una cafetera del sistema Chaptal.
E intentó explicarles la manera de manejar esta cafetera.
-¡Ah! vaya, si cuesta tanto trabajo -dijo Nanón-, tendría que pasar la vida haciendo café. ¡Mecachis! ¿quién daría hierba a las vacas mientras yo hiciese café?
-Yo - dijo Eugenia.
-Niña -dijo la señora Grandet mirando a su hija.
Al oír estas palabras, que recordaban la pena que no tardaría en agobiar a aquel desgraciado joven, las tres mujeres se callaron y le contemplaron con un aire de conmiseración que chocó a Carlos.
-¿Qué tiene usted, prima mía?
-¡Silencio! -dijo la señora Grandet a su hija cuando ésta iba a responder-. Ya sabes, hija mía, que tu padre se ha encargado de hablar a este señor...
-Carlos -dijo el joven Grandet.
-¡Ah! ¿se llama usted Carlos? ¡qué nombre más bonito! -dijo Eugenia.
Las desgracias presentidas ocurren casi siempre. En este momento, Nanón, la señora Grandet y Eugenia, que no pensaban sin temblar en la vuelta del antiguo tonelero, oyeron un aldabonazo que les era muy conocido.
-¡Ahí está papá!-dijo Eugenia.
Y quitó el platillo del azúcar dejando algunos trozos sobre el mantel. N anón se llevó la huevera, la señora Grandet se irguió como una corza asustada, en una palabra, hubo allí un pánico del que Carlos se asombró sin poder explicárselo.
-Pero ¿qué tienen ustedes?- les preguntó el joven.
-Que está ahí papá -dijo Eugenia.
-Y ¿qué?...
El señor Grandet entró, fijó sus penetrantes ojos en la mesa y en Carlos, lo vio todo, y dijo sin tartamudear:
-¡Ah! ¿ha agasajado usted a su sobrino? ¡Está bien, muy bien, admirablemente! dijo sin tartamudear. Cuando los gatos corren por los tejados, los ratones danzan por las tarimas.
-¡Agasajado! -pensó Carlos incapaz de sospechar el régimen y las costumbres de aquella casa.
-Tráeme la manteca, Nanón -dijo el viejo avaro.
Eugenia le trajo la manteca, y Grandet sacó del bolsillo una navaja, cortó una rebanada de pan, tomó un poco de manteca, la extendió cuidadosamente sobre la rebanada, y se puso a comer de pie. En este momento, Carlos ponía azúcar a su café. El padre Grandet vio los terrones de azúcar, examinó a su mujer, que palideció, y aproximándose al oído de la pobre anciana, le dijo:
-¿De dónde habéis sacado ese azúcar?
-Como no había, Nanón ha ido a buscarla a casa de Fessard.
Es imposible figurarse el profundo interés que esta escena muda tenía para las tres mujeres. Nanón había dejado la cocina y miraba por la puerta de la sala para ver en qué pararía aquello. Carlos, que había probado el café, lo encontró demasiado amargo y buscó el platillo que Grandet se había apresurado a coger.
-¿Qué quiere usted, sobrino? -le dijo el buen hombre.
-El azúcar.
-Ponga usted más leche al café, y así se endulzará -respondió el dueño de la casa.
Eugenia tomó el platillo del azúcar que Grandet se disponía a guardar y lo puso sobre la mesa, contemplando a su padre tranquilamente. La parisiense que, para facilitar la fuga de su amante, sostiene con sus débiles brazos una escala de seda, no demuestra ciertamente más valor del que demostró Eugenia colocando el azúcar sobre la mesa. El amante recompensará a su parisiense que le mostrará orgullosamente un hermoso brazo acardenalado, cada una de cuyas venas será bañada de lágrimas y curada con besos y con placer; mientras que Carlos no debía conocer nunca el secreto de las profundas agitaciones que destrozaban el corazón de su prima, anonadada a la sazón bajo el peso de la mirada del antiguo tonelero".
Honoré de Balzac, 1833.
jueves, 27 de mayo de 2010
miércoles, 26 de mayo de 2010
martes, 25 de mayo de 2010
Guangxi, A la claire fontaine, Somerset Maugham y Satie
y de allí a otro de mis lares loci...
"Death is a very dull, dreary affair, and my advice to you is to have nothing whatsoever to do with it."
W. Somerset Maugham
(01/25/1874 – 12/16/1965)
para terminar con Satie, Gnossienne nº1 (también dentro de la banda sonora anterior).
lunes, 24 de mayo de 2010
La muerte de Héctor
La Ilíada
Canto XXII
Muerte de Héctor
Los teucros, refugiados en la ciudad como cervatos, se recostaban en los hermosos baluartes, refrigeraban el sudor y bebían para apagar la sed; y en tanto, los aqueos se iban acercando a la muralla, protegiendo sus hombros con los escudos. El hado funesto sólo detuvo a Héctor para que se quedara fuera de Ilión, en las puertas Esceas.
7
Y Febo Apolo dijo al Pelida:
— ¿Por qué, oh hijo de Peleo, persigues en veloz carrera, siendo tú mortal, a un dios inmortal? Aún no conociste que soy una deidad, y no cesa tu deseo de alcanzarme. Ya no te cuidas de pelear con los teucros, a quienes pusiste en fuga; y éstos han entrado en la población, mientras te extraviabas viniendo aquí. Pero no me matarás, porque el hado no me condenó a morir.
14
Muy indignado le respondió Aquileo, el de los pies ligeros:
— ¡Oh Flechador, el más funesto de todos los dioses! Me engañaste, trayéndome acá desde la muralla, cuando todavía hubieran mordido muchos la tierra antes de llegar a Ilión. Me has privado de alcanzar una gloria no pequeña, y has salvado con facilidad a los teucros, porque no temías que luego me vengara. Y ciertamente me vengaría de tí, si mis fuerzas lo permitieran.
21
Dijo, y muy alentado, se encaminó apresuradamente a la ciudad, como el corcel vencedor en la carrera de carros trota veloz por el campo; tan ligeramente movía Aquileo pies y rodillas.
25
El anciano Príamo fue el primero que con sus propios ojos le vio venir por la llanura, tan resplandeciente como el astro que en el otoño se distingue por sus vivos rayos entre muchas estrellas durante la noche obscura y recibe el nombre de perro de Orión, el cual, con ser brillantísimo constituye una señal funesta, porque trae excesivo calor a los míseros mortales; de igual manera centelleaba el bronce sobre el pecho del héroe, mientras éste corría. Gimió el viejo, golpeóse la cabeza con las manos levantadas y profirió grandes voces y lamentos dirigiendo súplicas a su hijo. Héctor continuaba inmóvil ante las puertas y sentía vehemente deseo de combatir con Aquileo. Y el anciano, tendiéndole los brazos, le decía en tono lastimero:
38
—¡Héctor, hijo querido! No aguardes, solo y lejos de los amigos, a ese hombre, para que no mueras presto a manos del Pelida, que es mucho más vigoroso. ¡Cruel! Así fuera tan caro a los dioses como a mí: pronto se lo comerían, tendido en el suelo, los perros y los buitres, y mi corazón se libraría del terrible pesar. Me ha privado de muchos y valientes hijos matando a unos y vendiendo a otros en remotas islas. Y ahora que los teucros se han encerrado en la ciudad, no acierto a ver a mis dos hijos Licaón y Polidoro, que parió Laótoe, ilustre entre las mujeres. Si están vivos en el ejército, los rescataremos con oro y bronce, que todavía lo hay en el palacio; pues a Laótoe la dotó espléndidamente su anciano padre, el ínclito Altes. Pero si han muerto y se hallan en la morada de Hades, el mayor dolor será para su madre y para mí, que los engendramos; porque el del pueblo durará menos, si no mueres tú, vencido por Aquileo. Ven adentro del muro, hijo querido, para que salves a los troyanos y a las troyanas, y no quieras proporcionar inmensa gloria al Pelida y perder tú mismo la existencia. Compadécete también de mí, de este infeliz y desgraciado que aún conserva la razón; pues el padre Cronión me hará perecer en la senectud y con aciaga suerte, después de presenciar muchas desventuras: muertos mis hijos, esclavizadas mis hijas, destruidos los tálamos, arrojados los niños por el suelo en el terrible combate y las nueras arrastradas por las funestas manos de los aqueos. Y cuando, por fin, alguien me deje sin vida los miembros, hiriéndome con el agudo bronce o con arma arrojadiza, los voraces perros que con comida de mi mesa crié en el palacio para que lo guardasen, despedazarán mi cuerpo en la parte exterior, beberán mi sangre, y saciado el apetito, se tenderán en el pórtico. Yacer en el suelo, habiendo sido atravesado en la lid por el agudo bronce, es decoroso para un joven, y cuanto de él pueda verse, todo es bello, a pesar de la muerte; pero que los perros destrocen la cabeza y la barba encanecidas y las vergüenzas de un anciano muerto en la guerra, es lo más triste de cuanto les puede ocurrir a los míseros mortales.
77
Así se expresó el anciano, y con las manos se arrancaba de la cabeza muchas canas, pero no logró persuadir a Héctor. La madre de éste, que en otro sitio se lamentaba llorosa, desnudó el seno, mostróle el pecho, y derramando lágrimas, dijo estas aladas palabras:
82
—¡Héctor! ¡Hijo mío! Respeta este seno y apiádate de mí. Si en otro tiempo te daba el pecho para acallar tu lloro, acuérdate de tu niñez, hijo amado; y penetrando en la muralla, rechaza desde la misma a ese enemigo y no salgas a su encuentro. ¡Cruel! Si te mata, no podré llorarte en tu lecho, querido pimpollo a quien parí y tampoco podrá hacerlo tu rica esposa; porque los veloces perros te devorarán muy lejos de nosotras, junto a las naves argivas.
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De esta manera Príamo y Hécabe hablaban a su hijo, llorando y dirigiéndole muchas súplicas, sin que lograsen persuadirle, pues Héctor seguía aguardando a Aquileo, que ya se acercaba. Como silvestre dragón que, habiendo comido hierbas venenosas, espera ante su guarida a un hombre y con feroz cólera echa terribles miradas y se enrosca en la entrada de la cueva; así Héctor, con inextinguible valor, permanecía quieto, desde que arrimó el terso escudo a la torre prominente. Y gimiendo, a su magnánimo espíritu le decía:
99
—¡Ay de mí! Si traspongo las puertas y el muro, el primero en dirigirme reproches será Polidamante, el cual me aconsejaba que trajera el ejército a la ciudad la noche en que Aquileo decidió volver a la pelea. Pero yo no me dejé persuadir —mucho mejor hubiera sido aceptar su consejo—, y ahora que he causado la ruina del ejército con mi imprudencia, temo a los troyanos y a las troyanas, de rozagantes peplos, y que alguien menos valiente que yo exclame:
107
Héctor, fiado en su pujanza, perdió las tropas. Así hablarán; y preferible fuera volver a la población después de matar a Aquileo, o morir gloriosamente ante la misma. ¿Y si ahora, dejando en el suelo el abollonado escudo y el fuerte casco y apoyando la pica contra el muro, saliera al encuentro de Aquileo, le dijera que permitía a los Atridas llevarse a Helena y las riquezas que Alejandro trajo a Ilión en las cóncavas naves, que esto fue lo que originó la guerra, y le ofreciera repartir a los aqueos la mitad de lo que la ciudad contiene; y más tarde tomara juramento a los troyanos de que, sin ocultar nada, formarían dos lotes con cuantos bienes existen dentro de esta hermosa ciudad? ... Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? No, no iré a suplicarle; que, sin tenerme compasión ni respeto, me mataría inerme, como a una mujer, tan pronto como dejara las armas. Imposible es conversar con él desde lo alto de una encina o de una roca, como un mancebo y una doncella: sí, como un mancebo y una doncella suelen conversar. Mejor será empezar el combate, para que veamos pronto a quién el Olímpico concede la victoria.
131
Tales pensamientos revolvía en su mente, sin moverse de aquel sitio, cuando se le acercó Aquileo, cual si fuese Ares, el impetuoso luchador, con el terrible fresno del Pelión sobre el hombro derecho y el cuerpo protegido por el bronce, que brillaba como el resplandor del encendido fuego o del sol naciente. Héctor, al verle, se echó a temblar y ya no pudo permanecer allí, sino que dejó las puertas y huyó espantado. Y el Pelida, confiando en sus pies ligeros, corrió en seguimiento del mismo. Como en el monte el gavilán, que es el ave más ligera, se lanza con fácil vuelo tras la tímida paloma: ésta huye con tortuosos giros y aquél la sigue de cerca, dando agudos graznidos y acometiéndola repetidas veces, porque su ánimo le incita a cogerla: así Aquileo volaba enardecido y Héctor movía las ligeras rodillas huyendo azorado en torno de la muralla de Troya. Corrían siempre por la carretera, fuera del muro, dejando a sus espaldas la atalaya y el lugar ventoso donde estaba el cabrahigo, y llegaron a los dos cristalinos manantiales, que son las fuentes del Janto voraginoso. El primero tiene el agua caliente y lo cubre el humo como si hubiera allí un fuego abrasador; el agua que del segundo brota es en el verano como el granizo, la fría nieve o el hielo. Cerca de ambos hay unos lavaderos de piedra, grandes y hermosos, donde las esposas y las bellas hijas de los troyanos solían lavar sus magníficos vestidos en tiempo de paz, antes que llegaran los aqueos. Por allí pasaron, el uno huyendo y el otro persiguiéndole: delante, un valiente huía, pero otro más fuerte le perseguía con ligereza; porque la contienda no era sobre una víctima o una piel de buey, premios que suelen darse a los vencedores en la carrera, sino sobre la vida de Héctor, domador de caballos. Como los solípedos corceles que toman parte en los juegos en honor de un difunto, corren velozmente en torno de la meta donde se ha colocado como premio importante un trípode o una mujer; de semejante modo, aquéllos dieron tres veces la vuelta a la ciudad de Príamo, corriendo con ligera planta. Todas las deidades los contemplaban. Y Zeus, padre de los hombres y de los dioses, comenzó a decir:
168
—¡Oh dioses! Con mis ojos veo a un caro varón perseguido en torno del muro. Mi corazón se compadece de Héctor que tantos muslos de buey ha quemado en mi obsequio en las cumbres del Ida, en valles abundoso, y en la ciudadela de Troya; y ahora el divino Aquileo le persigue con sus ligeros pies en derredor de la ciudad de Príamo. Ea, deliberad, oh dioses, y decidid si le salvaremos de la muerte o dejaremos que, a pesar de ser esforzado, sucumba a manos del Pelida Aquileo.
177
Respondióle Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
— ¡Oh padre, que lanzas el ardiente rayo y amontonas las nubes! ¿Qué dijiste? ¿De nuevo quieres librar de la muerte horrísona a ese hombre mortal, a quien tiempo ha que el hado condenó a morir? Hazlo, pero no todos los dioses te lo aprobaremos.
182
Contestó Zeus, que amontona las nubes:
—Tranquilízate, Tritogenea, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo quiero ser complaciente. Obra conforme a tus deseos y no desistas.
186
Con tales voces instigóle a hacer lo que ella misma deseaba, y Atenea bajó en raudo vuelo de las cumbres del Olimpo.
188
En tanto, el veloz Aquileo perseguía y estrechaba sin cesar a Héctor. Como el perro va en el monte por valles y cuestas tras el cervatillo que levantó de la cama, y si éste se esconde, azorado, debajo de los arbustos, corre aquél rastreando hasta que nuevamente lo descubre; de la misma manera, el Pelida, de pies ligeros, no perdía de vista a Héctor. Cuantas veces el troyano intentaba encaminarse a las puertas Dardanias, al pie de las torres bien construidas, por si desde arriba le socorrían disparando flechas, otras tantas Aquileo, adelantándosele, le apartaba hacia la llanura, y aquél volaba sin descanso cerca de la ciudad. Como en sueños ni el que persigue puede alcanzar al perseguido, ni éste huir de aquél; de igual manera, ni Aquileo con sus pies podía dar alcance a Héctor, ni Héctor escapar de Aquileo. ¿Y cómo Héctor se hubiera librado entonces de la muerte que le estaba destinada si Apolo, acercándosele por la postrera y última vez, no le hubiese dado fuerzas y agilitado sus rodillas?
205
El divino Aquileo hacía con la cabeza señales negativas a los guerreros, no permitiéndoles disparar amargas flechas contra Héctor: no fuera que alguien alcanzara la gloria de herir al caudillo y él llegase el segundo. Mas cuando en la cuarta vuelta llegaron a los manantiales, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en la misma dos suertes —la de Aquileo y la de Héctor domador de caballos— para saber a quién estaba reservada la dolorosa muerte; cogió por el medio la balanza, la desplegó, y tuvo más peso el día fatal de Héctor que descendió hasta el Hades. Al instante Febo Apolo desamparó al troyano. Atenea, la diosa de los brillantes ojos se acercó al Pelida, y le dijo estas aladas palabras:
216
Espero, oh esclarecido Aquileo, caro a Zeus, que nosotros dos proporcionaremos a los aqueos inmensa gloria, pues al volver a las naves habremos muerto a Héctor, aunque sea infatigable en la batalla. Ya no se nos puede escapar, por más cosas que haga el flechador Apolo, postrándose a los pies del padre Zeus, que lleva la égida. Párate y respira; e iré a persuadir a Héctor para que luche contigo frente a frente.
224
Así habló Atenea. Aquileo obedeció, con el corazón alegre, y se detuvo en seguida, apoyándose en el arrimo de la pica de asta de fresno y broncínea punta. La diosa dejóle y fue a encontrar al divino Héctor. Y tomando la figura y la voz infatigable de Deífobo, llegóse al héroe y pronunció estas aladas palabras:
229
—¡Mi buen hermano! Mucho te estrecha el veloz Aquileo, persiguiéndote con ligero pie alrededor de la ciudad de Príamo. Ea, detengámonos y rechacemos su ataque.
232
Respondióle el gran Héctor de tremolante casco:
—¡Deifobo! Siempre has sido para mí el hermano predilecto entre cuantos somos hijos de Hécabe y de Príamo; pero desde ahora me propongo tenerte en mayor aprecio, porque al verme con tus ojos osaste salir del muro y los demás han permanecido dentro.
238
Contestó Atenea, la diosa de los brillantes ojos:
—¡Mi buen hermano! El padre, la venerable madre y los amigos abrazábanme las rodillas y me suplicaban que me quedara con ellos —¡de tal modo tiemblan todos!— pero mi ánimo se sentía atormentado por grave pesar. Ahora peleemos con brío y sin dar reposo a la pica, para que veamos si Aquileo nos mata y se lleva nuestros sangrientos despojos a las cóncavas naves o sucumbe vencido por tu lanza.
247
Así diciendo, Atenea, para engañarle, empezó a caminar. Cuando ambos guerreros se hallaron frente a frente, dijo el primero el gran Héctor, de tremolante casco:
250
—No huiré más de ti, oh hijo de Peleo, como hasta ahora. Tres veces di la vuelta, huyendo, en torno de la gran ciudad de Príamo, sin atreverme nunca a esperar tu acometida. Mas ya mi ánimo me impele a afrontarte ora te mate, ora me mates tu. Ea pongamos a los dioses por testigos, que serán los mejores y los que más cuidarán de que se cumplan nuestros pactos: Yo no te insultaré cruelmente, si Zeus me concede la victoria y logro quitarte la vida; pues tan luego como te haya despojado de las magníficas armas, oh Aquileo, entregaré el cadáver a los aqueos. Obra tú conmigo de la misma manera.
260
Mirándole con torva faz, respondió Aquileo, el de los pies ligeros:
— ¡Héctor, a quien no puedo olvidar! No me hables de convenios. Como no es posible que haya fieles alianzas entre los leones y los hombres, ni que estén de acuerdo los lobos y los corderos, sino que piensan continuamente en causarse daño unos a otros; tampoco puede haber entre nosotros ni amistad ni pactos, hasta que caiga uno de los dos y sacie de sangre a Ares, infatigable combatiente. Revístete de toda clase de valor, porque ahora te es muy preciso obrar como belicoso y esforzado campeón. Ya no te puedes escapar. Palas Atenea te hará sucumbir pronto, herido por mi lanza, y pagarás todos juntos los dolores de mis amigos, a quienes mataste cuando manejabas furiosamente la pica.
273
En diciendo esto, blandió y arrojó la fornida lanza. El esclarecido Héctor, al verla venir, se inclinó para evitar el golpe: clavóse aquella en el suelo, y Palas Atenea la arrancó y devolvió a Aquileo, sin que Héctor, pastor de hombres, lo advirtiese. Y Héctor dijo al eximio Pelida:
279
—¡Erraste el golpe, deiforme Aquileo! Nada te había revelado Zeus acerca de mi destino como afirmabas: has sido un hábil forjador de engañosas palabras, para que, temiéndote, me olvidara de mi valor y de mi fuerza. Pero no me clavarás la pica en la espalda, huyendo de ti: atraviésame el pecho cuando animoso y frente a frente te acometa, si un dios te lo permite. Y ahora guárdate de mi broncínea lanza. ¡Ojalá que todo su hierro se escondiera en tu cuerpo! La guerra sería más liviana para los teucros si tú murieses, porque eres su mayor azote.
289
Así habló; y blandiendo la ingente lanza, despidióla sin errar el tiro; pues dio un bote en el escudo del Pelida. Pero la lanza fue rechazada por la rodela, y Héctor se irritó al ver que aquélla había sido arrojada inútilmente por su brazo; paróse, bajando la cabeza pues no tenía otra lanza de fresno y con recia voz llamó a Deífobo, el de luciente escudo, y le pidió una larga pica. Deífobo ya no estaba a su vera. Entonces Héctor comprendiólo todo, y exclamo:
297
—¡Oh! Ya los dioses me llaman a la muerte. Creía que el héroe Deífobo se hallaba conmigo, pero está dentro del muro, y fue Atenea quien me engañó. Cercana tengo la perniciosa muerte, que ni tardará ni puedo evitarla. Así les habrá placido que sea, desde hace tiempo, a Zeus y a su hijo, el Flechador; los cuales, benévolos para conmigo, me salvaban de los peligros. Cumplióse mi destino. Pero no quisiera morir cobardemente y sin gloria; sino realizando algo grande que llegara a conocimiento de los venideros.
306
Esto dicho, desenvainó la aguda espada, grande y fuerte, que llevaba al costado. Y encogiéndose, se arrojó como el águila de alto vuelo se lanza a la llanura, atravesando las pardas nubes, para arrebatar la tierna corderilla o la tímida liebre; de igual manera arremetió Héctor blandiendo la aguda espada. Aquileo embistióle, a su vez, con el corazón rebosante de feroz cólera: defendía su pecho con el magnífico escudo labrado, y movía el luciente casco de cuatro abolladuras, haciendo ondear las bellas y abundantes crines de oro que Hefesto colocara en la cimera. Como el Véspero, que es el lucero más hermoso de cuantos hay en el cielo, se presenta rodeado de estrellas en la obscuridad de la noche; de tal modo brillaba la pica de larga punta que en su diestra blandía Aquileo, mientras pensaba en causar daño al divino Héctor y miraba cuál parte del hermoso cuerpo del héroe ofrecería menos resistencia. Este lo tenía protegido por la excelente armadura que quitó a Patroclo después de matarle, y sólo quedaba descubierto el lugar en que las clavículas separan el cuello de los hombros, la garganta, que es el sitio por donde más pronto sale el alma: por allí el divino Aquileo envasóle la pica a Héctor, que ya le atacaba, y la punta, atravesando el delicado cuello, asomó por la nuca. Pero no le cortó el garguero con la pica de fresno que el bronce hacia ponderosa, para que pudiera hablar algo y responderle. Héctor cayó en el polvo, y el divino Aquileo se jactó del triunfo, diciendo:
331
—¡Héctor! Cuando despojabas el cadáver de Patroclo, sin duda te creíste salvado y no me temiste a mí porque me hallaba ausente. ¡Necio! Quedaba yo como vengador, mucho más fuerte que él, en las cóncavas naves, y te he quebrado las rodillas. A ti los perros y las aves te despedazarán ignominiosamente, y a Patroclo los aqueos le harán honras fúnebres.
337
Con lánguida voz respondióle Héctor, el de tremolante casco:
—Te lo ruego por tu alma, por tus rodillas y por tus padres: ¡No permitas que los perros me despedacen y devoren junto a las naves aqueas! Acepta el bronce y el oro que en abundancia te darán mi padre y mi veneranda madre, y entrega a los míos el cadáver para que lo lleven a mi casa, y los troyanos y sus esposas lo pongan en la pira.
344
Mirándole con torva faz, le contestó Aquileo, el de los pies ligeros:
—No me supliques, ¡perro!, por mis rodillas ni por mis padres. Ojalá el furor y el coraje me incitaran a cortar tus carnes y a comérmelas crudas. ¡Tales agravios me has inferido! Nadie podrá apartar de tu cabeza a los perros, aunque me den diez o veinte veces el debido rescate y me prometan más, aunque Príamo Dardánida ordene redimirte a peso de oro; ni aun así, la veneranda madre que te dio a luz te pondrá en un lecho para llorarte, sino que los perros y las aves de rapiña destrozarán tu cuerpo.
355
Contestó, ya moribundo, Héctor, el de tremolante casco:
— ¡Bien te conozco, y no era posible que te persuadiese, porque tienes en el pecho un corazón de hierro. Guárdate de que atraiga sobre ti la cólera de los dioses, el día en que Paris y Febo Apolo te harán perecer, no obstante tu valor, en las puertas Esceas.
361
Apenas acabó de hablar, la muerte le cubrió con su manto: el alma voló de los miembros y descendió al Hades, llorando su suerte, porque dejaba un cuerpo vigoroso y joven. Y el divino Aquileo le dijo, aunque muerto le viera:
365
—¡Muere! Y yo perderé la vida cuando Zeus y los demás dioses inmortales dispongan que se cumpla mi destino.
367
Dijo; arrancó del cadáver la broncínea lanza y, dejándola a un lado, quitóle de los hombros las ensangrentadas armas. Acudieron presurosos los demás aqueos, admiraron todos el continente y la arrogante figura de Héctor y ninguno dejó de herirle. Y hubo quien, contemplándole, habló así a su vecino:
373
—¡Oh dioses! Héctor es ahora mucho más blando en dejarse palpar que cuando incendió las naves con el ardiente fuego.
375
Así algunos hablaban, y acercándose le herían. El divino Aquileo, ligero de pies, tan pronto como hubo despojado el cadáver, se puso en medio de los aqueos y pronunció estas aladas palabras:
378
—¡Oh amigos, capitanes y príncipes de los argivos! Ya que los dioses nos concedieron vencer a ese guerrero que causó mucho más daño que todos los otros juntos, ea, sin dejar las armas cerquemos la ciudad para conocer cuál es el propósito de los troyanos: si abandonarán la ciudadela por haber sucumbido Héctor, o se atreverán a quedarse todavía a pesar de que éste ya no existe. Mas ¿por qué en tales cosas me hace pensar el corazón? En las naves yace Patroclo muerto, insepulto y no llorado; y no le olvidaré, en tanto me halle entre los vivos y mis rodillas se muevan; y si en el Hades se olvida a los muertos, aun allí me acordaré del compañero amado. Ahora, ea, volvamos, cantando el peán, a las cóncavas naves, y llevémonos este cadáver. Hemos ganado una gran victoria: matamos al divino Héctor, a quien dentro de la ciudad los troyanos dirigían votos cual si fuese un dios.
395
Dijo; y para tratar ignominiosamente al divino Héctor, le horadó los tendones de detrás de ambos pies desde el tobillo hasta el talón; introdujo correas de piel de buey, y le ató al carro, de modo que la cabeza fuese arrastrando; luego, recogiendo la magnífica armadura, subió y picó a los caballos para que arrancaran, y éstos volaron gozosos. Gran polvareda levantaba el cadáver mientras era arrastrado: la negra cabellera se esparcía por el suelo, y la cabeza, antes tan graciosa, se hundía en el polvo; porque Zeus la entregó entonces a los enemigos, para que allí, en su misma patria, la ultrajaran.
405
Así la cabeza de Héctor se manchaba de polvo. La madre, al verlo, se arrancaba los cabellos; y arrojando de sí el blanco velo, prorrumpió en tristísimos sollozos. El padre suspiraba lastimeramente, y alrededor de él y por la ciudad el pueblo gemía y se lamentaba. No parecía sino que la excelsa Ilión fuese desde su cumbre devorada por el fuego. Los guerreros apenas podían contener al anciano, que, excitado por el pesar, quería salir por las puertas Dardanias, y revolcándose en el lodo, les suplicaba a todos llamándoles por sus respectivos nombres:
416
—Dejadme, amigos, por más intranquilos que estéis; permitid que, saliendo solo de la ciudad, vaya a las naves aqueas y ruegue a ese hombre pernicioso y violento: acaso respete mi edad y se apiade de mi vejez. Tiene un padre como yo, Peleo, el cual le engendró y crió para que fuese una plaga de los troyanos; pero es a mí a quien ha causado más pesares. ¡A cuántos hijos míos mató, que se hallaban en la flor de la juventud! Pero no me lamento tanto por ellos, aunque su suerte me haya afligido, como por uno cuya pérdida me causa el vivo dolor que me precipitará al Hades: por Héctor, que hubiera debido morir en mis brazos, y entonces nos hubiésemos saciado de llorarle y plañirle la infortunada madre que le dio a luz y yo mismo.
429
Así habló, llorando, y los ciudadanos suspiraron. Y Hécabe comenzó entre las troyanas el funeral lamento:
431
—¡Oh hijo! ¡Ay de mí, desgraciada! ¿Por qué viviré después de padecer terribles penas y de haber muerto tú? Día y noche eras en la ciudad motivo de orgullo para mí y el baluarte de los troyanos y troyanas, que te saludaban como a un dios. Vivo, constituías una excelsa gloria para ellos, pero ya la muerte y el hado te alcanzaron.
437
Así dijo llorando. La esposa de Héctor nada sabía, pues ningún mensajero le llevó la noticia de que su marido se quedara fuera del muro; y en lo más hondo del alto palacio tejía una tela doble y purpúrea, que adornaba con labores de variado color. Había mandado a las esclavas de hermosas trenzas que pusieran al fuego un trípode grande para que Héctor se bañase en agua tibia al volver de la batalla. ¡Insensata! Ignoraba que Atenea, la de brillantes ojos, le había hecho sucumbir lejos del baño a manos de Aquileo. Pero oyó gemidos y lamentaciones que venían de la torre, estremeciéronse sus miembros, y la lanzadera le cayó al suelo. Y al instante dijo a las esclavas de hermosas trenzas:
450
—Venid, seguidme dos, voy a ver qué ocurre. Oí la voz de mi venerable suegra; el corazón me salta en el pecho hacia la boca y mis rodillas se entumecen: algún infortunio amenaza a los hijos de Príamo. ¡Ojalá que tal noticia nunca llegue a mis oídos! Pero mucho temo que el divino Aquileo haya separado de la ciudad a mi Héctor audaz, le persiga a él solo por la llanura y acabe con el funesto valor que siempre tuvo; porque jamás en la batalla se quedó entre la turba de los combatientes sino que se adelantaba mucho y en bravura a nadie cedía.
460
Dicho esto, salió apresuradamente del palacio como una loca, palpitándole el corazón; y dos esclavas la acompañaron. Mas, cuando llegó a la torre y a la multitud de gente que allí se encontraba, se detuvo, y desde el muro registró el campo: en seguida vio que los veloces caballos arrastraban cruelmente el cadáver de Héctor fuera de la ciudad, hacia las cóncavas naves de los aqueos; las tinieblas de la noche velaron sus ojos, cayó de espaldas y se le desmayó el alma. Arrancóse de su cabeza los vistosos lazos, la diadema, la redecilla, la trenzada cinta y el velo que la dorada Afrodita le había dado el día en que Héctor se la llevó del palacio de Eetión, constituyéndole una gran dote. A su alrededor hallábanse muchas cuñadas y concuñadas suyas, las cuales la sostenían aturdida como si fuera a perecer. Cuando volvió en sí y recobró el aliento, lamentándose con desconsuelo, dijo entre las troyanas:
477
—¡Héctor! ¡Ay de mí, infeliz! Ambos nacimos con la misma suerte, tú en Troya, en el palacio de Príamo; yo en Tebas, al pie del selvoso Placo, en el alcázar de Eetión el cual me crió cuando niña para que fuese desventurada como él. ¡Ojalá no me hubiera engendrado! Ahora tú desciendes a la mansión del Hades, en el seno de la tierra, y me dejas en el palacio viuda y sumida en triste duelo. Y el hijo, aún infante, que engendramos tú y yo infortunados... Ni tú serás su amparo, oh Héctor, pues has fallecido; ni él el tuyo. Si escapa con vida de la luctuosa guerra de los aqueos tendrá siempre fatigas y pesares; y los demás se apoderarán de sus campos, cambiando de sitio los mojones. El mismo día en que un niño queda huérfano, pierde todos los amigos; y en adelante va cabizbajo y con las mejillas bañadas en lágrimas. Obligado por la necesidad, dirígese a los amigos de su padre, tirándoles ya del manto ya de la túnica; y alguno, compadecido, le alarga un vaso pequeño con el cual mojará los labios, pero no llegará a humedecer la garganta. El niño que tiene los padres vivos le echa del festín, dándole puñadas e increpándolo con injuriosas voces:
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—¡Vete enhoramala! —le dice—, que tu padre no come a escote con nosotros. Y volverá a su madre viuda, llorando, el huérfano Astianacte, que en otro tiempo, sentado en las rodillas de su padre, sólo comía médula y grasa pingüe de ovejas, y cuando se cansaba de jugar y se entregaba al sueño! dormía en blanda cama, en brazos de la nodriza, con el corazón lleno de gozo; mas ahora que ha muerto su padre, mucho tendrá que padecer Astianacte, a quien los troyanos llamaban así porque sólo tú, oh Héctor, defendías las puertas y los altos muros. Y a ti, cuando los perros te hayan despedazado, los movedizos gusanos te comerán desnudo, junto a las corvas naves; habiendo en el palacio vestiduras finas y hermosas, que las esclavas hicieron con sus manos. Arrojaré todas estas vestiduras al ardiente fuego; y ya que no te aprovechen, pues no yacerás en ellas, constituirán para ti un motivo de gloria a los ojos de los troyanos y de las troyanas.
515
Tal dijo, llorando, y las mujeres gimieron.
viernes, 21 de mayo de 2010
Hermano Elefante, Hermano Delfín, Hermano Tigre
y por el aire y la nube y el cielo sereno y todo tiempo,
por todos ellos a tus criaturas das sustento".
Francisco de Asís, Cántico de las criaturas (1225)
La señora Danvers
jueves, 20 de mayo de 2010
Un relato de Schwob
Pero no había visto nunca ninguno, de modo que representó un camello panzón que tiene la trompa muy abierta. (Ahora bien; el camaleón, explica Vasari, es parecido a un pequeño lagarto seco, y el camello, en cambio, es un gran animal descoyuntado). Claro, a Uccello no le importaba nada la realidad de las cosas, sino su multiplicidad y lo infinito de las líneas; de modo que pintó campos azules y ciudades rojas y caballeros vestidos con armaduras negras en caballos de ébano que tienen llamas en la boca y lanzas dirigidas como rayos de luz hacia todos los puntos del cielo. Y acostumbraba dibujar mazocchi, que son círculos de madera cubiertos por un paño que se colocan en la cabeza, de manera que los pliegues de la tela que cuelga enmarquen todo el rostro. Uccello los pintó puntiagudos, otros cuadrados, otros con facetas con forma de pirámides y de conos, según todas las apariencias de la perspectiva, y tanto más cuanto que encontraba un mundo de combinaciones en los repliegues del mazocchio. Y el escultor Donatello le decía:
-¡Ah, Paolo, desdeñas la sustancia por la sombra!
Pero el Pájaro continuaba su obra paciente y agrupaba los círculos y dividía los ángulos, y examinaba a todas las criaturas bajo todos sus aspectos, e iba a pedir la interpretación de los problemas de Euclides a su amigo el matemático Giovanni Manetti; luego se encerraba y cubría sus pergaminos y sus tablas con puntos y curvas. Se consagró perpetuamente al estudio de la arquitectura, en lo cual se hizo ayudar por Filippo Brunelleschi; pero no lo hacía con la intención de construir. Se limitaba a observar la dirección de las líneas, desde los cimientos hasta las cornisas, y la convergencia de las rectas en sus intersecciones, y cómo las bóvedas cerraban en sus claves, y la reducción en abanico de las vigas de techo que parecía unirse en la extremidad de las largas salas. Representaba también todos los animales y sus movimientos y los gestos de los hombres con el propósito de reducirlos a líneas simples.
Después, a semejanza del alquimista que se inclinaba sobre las mezclas de metales y órganos y que escudriñaba su fusión en el hornillo en busca de oro, Uccello volcaba todas las formas en el crisol de las formas. Las reunía, las combinaba y las fundía, con el propósito de obtener su transmutación en la forma simple de la cual dependen todas las otras. Fue por esto que Paolo Uccello vivió como un alquimista en el fondo de su pequeña casa. Creyó que podría convertir todas las líneas en un solo aspecto ideal. Quiso concebir el universo creado tal como se reflejaba en el ojo de Dios, que ve surgir todas las figuras de un centro complejo. Alrededor de él vivían Ghiberti, della Robbia, Brunelleschi, Donatello, cada uno de ellos orgulloso y dueño de su arte, burlándose del pobre Uccello y de su locura por la perspectiva, apiadándose de su casa llena de arañas, vacía de provisiones. Pero Uccello estaba más orgulloso todavía. Con cada nueva combinación de líneas esperaba haber descubierto el modo de crear. La imitación no era la finalidad que se había fijado, sino el poder de desarrollar soberanamente todas las cosas, y la extraña serie de capuchas con pliegues le parecía más reveladora que las magníficas figuras de mármol del gran Donatello.
Así vivía el Pájaro y su cabeza pensativa estaba envuelta en su capa; y no se fijaba en lo que comía ni en lo que bebía y se parecía por entero a un ermitaño. Y sucedió que en un prado, junto a un círculo de viejas piedras hundidas entre la hierba, vio un día a una muchacha que reía, con la cabeza ceñida por una guirnalda. Llevaba un largo vestido delicado, sostenido en la cintura por una cinta descolorida, y sus movimientos eran elásticos como los tallos que doblaba. Su nombre era Selvaggia y le sonrió a Uccello. Él notó la inflexión de su sonrisa. Y cuando ella lo miró, vio todas las pequeñas líneas de sus pestañas y los círculos de sus pupilas y la curva de sus párpados y los entrelazamientos sutiles de sus cabellos y en su mente hizo adoptar a la guirnalda que ceñía su frente una multitud de posiciones. Pero Selvaggia no supo nada de eso, porque tenía solamente trece años. Ella tomó a Uccello de la mano y lo amó. Era la hija de un tintorero de Florencia y su madre había muerto. Otra mujer había ido a la casa y había pegado a Selvaggia. Uccello la llevó a la suya.
Selvaggia permanecía en cuclillas todo el día frente a la muralla en la cual Uccello trazaba las formas universales. Jamás comprendió por qué prefería contemplar líneas derechas y líneas arqueadas a mirar la tierna figura que se tendía hacia él. A la noche, cuando Brunelleschi o Manetti iban a estudiar con Uccello, ella se dormía, después de medianoche, al pie de las rectas entrecruzadas, en el círculo de sombra que se extendía bajo la lámpara. A la mañana, se despertaba antes que Uccello y se alegraba porque estaba rodeada por pájaros pintados y animales de color. Uccello dibujó sus labios y sus ojos y sus cabellos y sus manos y fijó todas las actitudes de su cuerpo; pero no hizo su retrato, como hacían los otros pintores que amaban a una mujer. Porque el Pájaro no conocía la alegría de limitarse a un individuo; no permanecía nunca en un mismo lugar; quería planear, en su vuelo, por encima de todos los lugares. Y las formas de las actitudes de Selvaggia fueron arrojadas al crisol de las formas, con todos los movimientos de los animales y las líneas de las plantas y de las piedras y los rayos de la luz y las ondulaciones de los vapores terrestres y de las olas del mar. Y sin acordarse de Selvaggia, Uccello parecía permanecer eternamente inclinado sobre el crisol de las formas.
A todo esto no había nada que comer en la casa de Uccello. Selvaggia no se atrevía a decírselo a Donatello ni a los otros. Calló y murió. Uccello representó la rigidez de su cuerpo y la unión de sus pequeñas manos flacas y la línea de sus pobres ojos cerrados. No supo que estaba muerta, así como no había sabido si estaba viva. Pero arrojó sus nuevas formas entre todas aquellas que había reunido.
El Pájaro se hizo viejo y nadie comprendía más sus cuadros. No se veía en ellos sino una confusión de curvas. Ya no se reconocía ni la tierra, ni las plantas, ni los animales, ni los hombres. Hacía largos años que trabajaba en su obra suprema, que ocultaba a todos los OJOS. Debía abarcar todas sus búsquedas y ser, en su concepción, la imagen de ellas. Era Santo Tomás incrédulo, palpando la llaga de Cristo. Uccello terminó su cuadro a los ochenta años. Llamó a Donatello y lo descubrió piadosamente ante él. Y Donatello exclamó:
-¡Oh, Paolo, cubre tu cuadro!
El Pájaro interrogó al gran escultor, pero éste no quiso decir nada más. De modo que Uccello supo que había consumado el milagro. Pero Donatello no había visto sino una madeja de líneas.
Y algunos años más tarde se encontró a Paolo Uccello muerto de agotamiento en su camastro. Su rostro estaba radiante de arrugas. Sus ojos estaban fijos en el misterio revelado. Tenía en su mano, estrictamente cerrada, un pequeño redondel de pergamino lleno de entrelazamientos que iban del centro a la circunferencia y que volvían de la circunferencia al centro.
Paolo Uccello (Florencia, 1397-1475)
Perspective Study of a Mazzocchio
Pen on White Paper, 9 x 27 cm
miércoles, 19 de mayo de 2010
martes, 18 de mayo de 2010
El perfume olvidado de las flores
El complemento directo final de este párrafo, pura sutileza. Añado después el discurso que pronunció al recibir el Nobel de Literatura.
La puerta se abrió hacia dentro. Él se quedó un momento en el umbral, ocultando la habitación, luego se hizo a un lado. «Entrad», dijo con voz pastosa y aturdida. Entraron. No parecía la habitación de una chica. No parecía ser la habitación de nadie, acrecentada su anonimato por un ligero olor a cosméticos baratos y unos cuantos objetos femeninos e inútiles esfuerzos para feminizarla, dándole esa transitoriedad inerte y estereotipada de las habitaciones de las casas de citas. La cama no había sido ocupada. En el suelo descansaba una prenda usada de ropa interior de seda un poco demasiado rosa; de un cajón entreabierto colgaba una sola media. La ventana estaba abierta. Allí surgía un peral, muy próximo a la casa. Estaba en flor y las ramas arañaban y se frotaban contra la casa y el aire transparente, impulsado contra la ventana, introducía en la habitación el olvidado olor de las flores.
El ruido y la furia (1929)
"Creo que este honor no se confiere a mi persona sino a mi obra, la obra de toda una vida en la agonía y vicisitudes del espíritu humano, no por gloria ni en absoluto por lucro sino por crear de los elementos del espíritu humano algo que no existía. De manera que esta distinción es mía sólo en calidad de depósito. No será difícil encontrar, para la parte monetaria que extraña, un destino acorde con los elevados propósitos de su origen.
Pero también me gustaría hacer lo mismo con el renombre, aprovechando este momento como pináculo desde el cual me escuchen los hombres y mujeres jóvenes que se dedican a la misma lucha y afanes entre los cuales ya hay uno que algún día se parará aquí donde yo estoy.
Nuestra tragedia actual es un temor general en todo el mundo, sufrido por tan largo tiempo que ya hemos aprendido a soportarlo. Ya no existen problemas del espíritu; sólo queda esta interrogante: ¿Cuándo estallaré? A causa de ella, el escritor o escritora joven de hoy ha olvidado los problemas de los sentimientos contradictorios del corazón humano, que por sí solos pueden ser tema de buena literatura, ya que únicamente sobre ellos vale la pena de escribir y justifican la agonía y los afanes.
Ese escritor joven debe compenetrarse nuevamente con ellos. Aprender que la máxima debilidad es sentirse temeroso; y después de aprenderlo olvidar ese temor para siempre, no dejar lugar en su arsenal de escritor sino para las antiguas verdades y realidades del corazón, las eternas verdades universales sin las cuales toda historia es efímera y predestinada al fracaso: amor y honor, piedad y orgullo, compasión y sacrificio.
Mientras no lo haga así continuará trabajando bajo una maldición. No escribirá de amor sino de sensualidad, de derrotas en que nadie pierde nada de valor, de victorias sin esperanzas y, lo peor de todo, sin piedad ni compasión. Sus penas no serán penas universales y no dejarán huella. No escribirá acerca del corazón sino de las glándulas.
Mientras no capte de nuevo estas cosas, continuará escribiendo como si estuviera entre los hombres sólo observando el fin de la Humanidad. Yo rehúso aceptar el fin de la Humanidad.
Es fácil decir que el hombre es inmortal porque perdurará; que cuando haya sonado la última clarinada de la destrucción y su eco se haya apagado entre las últimas rocas inservibles que deja la marea y que enrojecen los rayos del crepúsculo, aun entonces se escuchará otro sonido: el de su voz débil e inextinguible todavía hablando. También me niego a aceptar esto.
Creo que el hombre no perdurará simplemente sino que prevalecerá. Creo que es inmortal no por ser la única criatura que tiene voz inextinguible sino porque tiene un alma, un espíritu capaz de compasión, de sacrificio y de perseverancia.
El deber del poeta y del escritor es escribir sobre estos atributos. Ambos tienen el privilegio de ayudar al hombre a perseverar, exaltando su corazón, recordándole el ánimo y el honor, la esperanza y el orgullo, la compasión, la piedad y el sacrificio que han sido la gloria de su pasado.